PRIMERA PARTE
LEVANTARSE DEL SUEÑO
Ya es hora de levantarnos del sueño.
Romanos 13,11
1
LOS APICULTORES
Creemos que podemos fabricar miel sin compartir el destino de las abejas.
MURIEL BARBERY,
La elegancia del erizo
Abiquiú, Nuevo México
2004
Suena la campana una hora antes de que amanezca.
El apicultor, liberado de una pesadilla, se levanta.
Su pequeña celda dispone de una cama, una silla y una mesa. Una ventanita en la gruesa pared de adobe da al camino que conduce a la capilla; la grava es plateada bajo la luz de la luna.
En el desierto las mañanas son frías. El apicultor coge una camisa de lana marrón, unos pantalones caqui, unos calcetines gruesos y zapatos de trabajo. Se dirige por el pasillo al baño comunal, donde se cepilla los dientes y se afeita con agua fría, y luego forma cola con los monjes que van a la capilla.
Nadie habla.
A excepción de los cánticos, las oraciones, las reuniones y las conversaciones imprescindibles en el trabajo, el silencio es la norma en el Monasterio de Cristo en el Desierto.
Viven según los dictados del salmo 46, versículo 10: «Estad quietos y conoced que yo soy Dios».
Al apicultor le gusta que sea así. Ya ha oído suficientes palabras.
La mayoría eran mentiras.
En su mundo anterior, todos, incluido él mismo, mentían por costumbre. Cuando menos, uno tenía que mentirse a sí mismo para seguir poniendo un pie delante del otro. Mentía a los demás para sobrevivir.
Ahora busca la verdad en el silencio.
Busca a Dios en él, aunque ahora cree que la verdad y Dios son una misma cosa.
Verdad, quietud y Dios.
Cuando llegó, los monjes no le preguntaron quién era ni de dónde venía. Vieron a un hombre de ojos tristes, con el pelo todavía oscuro pero entreverado de canas y unos hombros de boxeador algo caídos, aunque todavía fuertes. Dijo que buscaba paz, y el hermano Gregory, el abad, respondió que paz era lo único que poseían en abundancia.
El hombre pagó su pequeña habitación en efectivo y al principio se pasaba el día vagando por el desierto, entre los ocotillos y las salvias, paseando hasta el río Chama o subiendo la ladera. A la postre llegó a la capilla y se arrodilló en la parte posterior mientras los monjes entonaban sus oraciones.
Un día, la ruta lo llevó hasta el apiario —situado cerca del río, ya que las abejas necesitan agua— y vio al hermano David manipulando las colmenas. Cuando el hermano David precisó ayuda para mover unos paneles, como era natural en un hombre casi octogenario, él se ofreció. A partir de entonces iba a trabajar cada día al apiario, donde echaba una mano y aprendía la profesión, y cuando, meses después, el hermano David anunció que por fin había llegado la hora de jubilarse, propuso a Gregory que ofreciera el puesto al recién llegado.
—¿Un hombre lego? —preguntó Gregory.
—Se le dan bien las abejas —respondió David.
El recién llegado desempeñaba su labor en silencio y satisfactoriamente. Acataba las normas, asistía a la oración y era el mejor que habían tenido nunca en el apiario. Bajo sus cuidados, las abejas producían una miel de primera calidad, que el monasterio utilizaba en su marca de cerveza, ofrecía a los turistas en tarros de doscientos veinticinco gramos o vendía en Internet.
El apicultor no quería saber nada de la vertiente comercial. Tampoco quería servir las mesas de los huéspedes que pagaban por un retiro, ni trabajar en la cocina o en la tienda de obsequios. Él solo quería atender a sus abejas.
Cuando lo hacía le dejaban en paz, y lleva aquí más de cuatro años. Ni siquiera saben cómo se llama. Es simplemente «el apicultor». Los monjes latinos lo apodan el Colmenero. La primera vez que se dirigieron a él les sorprendió que dominara el español.
Los monjes, por supuesto, hablaban de él las pocas veces que les permitían mantener conversaciones informales. El apicultor era un fugitivo, un gánster, un ladrón de bancos. No, había huido de un matrimonio desdichado, de un escándalo, de un asunto trágico. No, era espía.
La última teoría ganó especial credibilidad tras el incidente del conejo.
En el monasterio había un gran huerto del que los monjes obtenían sus verduras. Como la mayoría de los huertos, era un imán para las plagas, pero había un conejo en particular que estaba causando estragos. Tras una acalorada reunión, el hermano Gregory dio permiso para ejecutar al animal. De hecho, insistió en ello.
La tarea le fue encomendada al hermano Carlos, que se hallaba frente al huerto tratando de dominar la pistola de aire comprimido y su propia conciencia, en ningún caso con demasiado éxito, bajo la atenta mirada de los demás monjes. Le temblaba la mano y se le llenaron los ojos de lágrimas cuando levantó el arma e intentó apretar el gatillo.
Justo entonces pasó por allí el Colmenero, que volvía del apiario. Manteniendo el paso, arrebató la pistola al hermano Carlos y, aparentemente sin apuntar o tan siquiera mirar, disparó. El balín alcanzó al conejo en el cerebro y murió en el acto. Luego, el apicultor le devolvió la pistola y siguió caminando.
Desde entonces se especulaba que había sido agente especial, un 007. El hermano Gregory zanjó las habladurías, que, al fin y al cabo, son pecado.
—Es un hombre en busca de Dios —dijo el abad—. Eso es todo.
Ahora el apicultor se dirige a la capilla para las vigilias, que comienzan a las cuatro en punto de la mañana.
La capilla está hecha de adobe y los cimientos de piedra se extrajeron de las colinas de roca rojiza que flanquean la cara sur del monasterio. La cruz es de madera y ha sufrido los estragos del sol; dentro, cuelga sobre el altar un único crucifijo.
El apicultor entra y se arrodilla.
El catolicismo fue la religión de su juventud. Comulgaba a diario, pero abandonó. Le resultaba ilógico; se sentía muy lejos de Dios. Ahora, él y los demás monjes cantan en latín el salmo 51: «Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza».
Los cánticos lo sumen en una suerte de trance y, como siempre, le sorprende que haya transcurrido una hora y que haya llegado el momento de ir al comedor a tomar el habitual desayuno de avena con una tostada de trigo seco y té. Luego vuelven a rezar, esta vez los laudes, justo cuando el sol asoma por encima de las montañas.
Le encanta este lugar, sobre todo a primera hora de la mañana, cuando la delicada luz baña los edificios de adobe y el sol tiñe el río Chama de un dorado resplandeciente. Se deleita en esos primeros rayos cálidos, en el cactus tomando forma a medida que se repliega la oscuridad, en el crujir de sus pies sobre la grava.
Aquí hay sencillez y paz, y eso es lo que él quiere.
O necesita.
La rutina diaria es siempre la misma: vigilias de 4.00 a 5.15, seguidas del desayuno. Después las laudes de 6.00 a 9.00, trabajo de 9.00 a 12.40 y luego un almuerzo rápido y frugal. Los monjes trabajan hasta las vísperas, a las 17.50, toman una cena ligera a las 18:20 y rezan las completas a las 19.30. Después se acuestan.
Al apicultor le gustan la disciplina y la reglamentación, las largas horas de trabajo en silencio y las horas aún más largas de oración, en especial las vigilias, porque le encanta que se reciten los salmos.
Después de los laudes, atraviesa el valle camino del apiario.
Sus abejas —la variante europea, Apis mellifera— están saliendo a disfrutar del calor de primera hora de la mañana. Son inmigrantes; la especie se originó en el norte de África y fue transportada a América por colonos blancos en el siglo XVII. Su vida es corta. Una obrera puede vivir entre unas semanas y unos meses, y una reina puede durar tres o cuatro años, aunque se conocen algunos casos que han vivido hasta ocho. El apicultor se ha acostumbrado a la atrición; cada día muere un uno por ciento de sus abejas, lo cual significa que, cada cuatro meses, la colonia está habitada por una población totalmente nueva.
Eso es irrelevante.
La colonia es un superorganismo, es decir, un organismo formado por muchos organismos.
El individuo no importa.
Lo único que importa es la supervivencia de la colonia y la producción de miel.
Las veinte colmenas Langstroth están construidas con cedro rojo y tienen una estructura rectangular móvil, tal como dicta la comodidad y exige la ley. El apicultor levanta la tapa exterior del recipiente de miel de una de las colmenas y comprueba que haya producto en abundancia. Luego la vuelve a poner en su sitio cuidadosamente para no molestar a las abejas.
Se cerciora de que el agua esté fresca.
Después coge la bandeja inferior de una de las colmenas, saca la pistola Sig Sauer de 9 milímetros y mira si está cargada.