lunes, 21 de julio de 2014

Oda a la noche - Ángel González

Noche estrellada en aceptable uso,
con pálidos reflejos y opacidad lustrosa,
vieja chistera inútil en los tiempos corren
como escuálidos galgos sobre el mundo,
definitivamente eres un lujo
que ha pasado de moda

Tras la fría superficie de las calles de luna,
al alconfor del sueño conserva en el armario
de la ciudad oscura a los que duermen
y no te verán nunca.

Yo, sin embargo, te llevo en la cabeza,
vieja noche de copa,
y cuando vuelvo a casa sorteando
imprevisibles gatos y farolas,
te levanto en un gesto final ceremonioso
dedicado a tus brillos y a mi sombra,
y te dejo colgada allá en lo alto
-¡hasta mañana, noche!-,
negra, deshabitada, misteriosa.

domingo, 20 de julio de 2014

Luna saliendo a la orilla del mar - Caspar Friedrich

(1822) Óleo sobre lienzo, Romanticismo alemán

The Wall

Berlín, Julio '14

Miedo a las aguas oscuras - Russell Craig

Capítulo dos 

   Dos semanas antes de la tormenta

Meliha caminó por la calle pegada al muro, como si el ladrillo rojo la tuviera imantada. Iban tras ella. Iban tras ella y la encontrarían. Siempre encontraban a todo el mundo. Y cuando la encontraran, probablemente la matarían. Quizá no lo harían en ese mismo momento. Quizá ni siquiera de la misma manera que la gente en general entiende por matar. Ellos eran capaces de aniquilar la mente de una persona, destruirle la personalidad y dejar el cuerpo vivo, caminando, respirando. Pero como persona, como ser humano, estaría muerta igualmente.
   Hacía frío. Mucho frío. Y humedad. Y estaba oscuro. Y le dolían los pies. Había caminado desde muy lejos. Pero, por encima de todo, tenía miedo. Tenía miedo de la gente que la seguía porque ya no los veía como personas. En cierto modo, habían conseguido lo que ellos siempre habían querido conseguir, lo que afirmaban poder conseguir, es decir, se habían convertido en algo distinto de un ser humano. Advirtió que ni siquiera pensaba en ellos como individuos, sino como un colectivo, como un único ser. Un ente corporativo.
   Una singularidad.
   Meliha intentó sacarse el miedo del cuerpo. El miedo era una emoción para la que nunca había tenido demasiado tiempo. Había sido una niña lista, valiente y curiosa. Una cría audaz que se enfrentaba al mundo combativamente. Intrépidamente. Benim küçük cesur kaplanim, así era como la llamaba su padre: «Mi valiente y pequeña tigresa». Recordó los tiempos en que se sentaba con él horas y horas para charlar y hacerle preguntas sobre el mundo. Fuera cual fuese la pregunta, siempre le daba una respuesta. Quizá no era «la» respuesta a la pregunta, decía él, pero sí una respuesta al fin y al cabo. Una vez, le había enseñado un pisapapeles de cristal que tenía en su escritorio: un objeto recolectado en sus innumerables viajes y sus largos años de geólogo. Le explicó que las cosas hermosas, como los cristales y las joyas, estaban esparcidas por todo el mundo aguardando a que las encontraran: unas veces enterradas bajo un montón de rocas; otras, tiradas de cualquier forma cerca de la superficie. En ocasiones, le había dicho también, las encontrabas por casualidad. En otras ocasiones, en cambio, tenías que trabajar con ahínco, buscar cuidadosamente o excavar a grandes profundidades, para hallarlas.
   Las respuestas, le había explicado, eran exactamente así: estaban esparcidas por el mundo y nunca resultaban más preciosas que cuando las descubrías por ti mismo.
   Y así había sido como ella había vivido su vida. Había buscado respuestas, había buscado la verdad. Y ahora estaba aquí, en una ciudad desconocida del gélido norte, acosada y perseguida precisamente por las respuestas que había encontrado.
   Meliha estaba en el Speicherstadt de Hamburgo: una ciudad dentro de una ciudad. Los antiguos almacenes de aduanas se alzaban junto a las oscuras aguas del canal. Un foco montado en lo alto de uno de esos almacenes arrojaba un charco de luz sobre los adoquines, donde la lluvia de Hamburgo repiqueteaba con diminutas explosiones plateadas. Ella trató de orientarse. El almacén que buscaba estaba cerca. Si conseguía llegar allí, tal vez no la encontrarían. O al menos, tendría tiempo para pensar cuál debía ser su próximo paso.
   Buscó de nuevo en los bolsillos. No, no llevaba el móvil. Lo había dejado en el café donde había almorzado. Lo había colocado sobre la mesa, lo había encendido y tapado con la servilleta. Después había salido del local.
   Una comprobación más. Absurda. Sabía perfectamente que lo había dejado en el café, pero tuvo que revisar el bolso y los bolsillos una vez más. Para asegurarse.
   Podía ser que los empleados lo hubieran encontrado y guardado por si volvía a reclamarlo. Pero el café estaba en una zona deprimida de Wilhelmsburg, y Meliha creía más probable que alguien se lo hubiera metido en el bolsillo al descubrirlo. Pensó en aquel tipo obeso como un cerdo al que había visto en la mesa contigua, y que no paraba de hacer ruidos desagradables al comer. Aunque no habían sido sus hábitos repulsivos lo que más le había llamado la atención, sino el sofisticado teléfono o agenda electrónica portátil que se había pasado el rato manejando con un estilo mientras se llenaba la boca de comida.
   Tal vez ese hombre se había llevado su móvil. O tal vez otro cliente del café andaba ahora por la ciudad con el teléfono de la muchacha en el bolsillo.
   Que era, justamente, lo que ella quería. Porque cuando se había revisado otra vez los bolsillos, había sido para asegurarse de que el teléfono móvil no seguía allí. Ahora debía de estar en alguna parte, como el mensaje de una botella arrojada al mar.

lunes, 14 de julio de 2014

Castor y Pollux - Obertura - Jean-Philippe Rameau


Beyond the clouds

Over Berlin, July 2014

El momento en que todo cambió - Douglas Kennedy

Todos hacíamos ese tipo de suposiciones, ¿o no?, sobre todo cuando la delicada realpolitik de la división entre el este y el oeste aumentaba la tensión. Y es cierto que yo experimentaba una estimulante tensión mientras caminaba por las calles de Berlín Oriental: la tensión de encontrarme en un lugar mayormente prohibido, donde la corriente subterránea de la paranoia propia del Estado policial ya era tangible. Berlín Oriental era el monstruo de todas las pesadillas de la guerra fría.
Me dirigí al norte pasando por la sucesión de edificios habsburguianos, antes ornamentados, que albergaban la Universidad Humboldt. Me acerqué a la entrada principal pensando que quizá fuera interesante entrar, tratar de entablar conversación con los estudiantes, palpar la atmósfera en el interior de una universidad del bloque del Este y quizá incluso irme a tomar unas cervezas en una Stube de la zona con algunas de las personas que conociera. Pero cuando estuve más cerca de la puerta, vi que un guardia uniformado pedía la documentación a todos los que entraban en el edificio. Miró hacia mí y, por su expresión, comprendí que me había catalogado de inmediato como occidental y que se estaba preguntando por qué razón me dirigía yo hacia la entrada de una universidad de Alemania Oriental. Le sonreí, esperando que mi expresión le transmitiera que yo mismo me consideraba un turista estúpido, perdido en un lugar equivocado. Di media vuelta rápidamente y puse rumbo otra vez hacia Unter den Linden.
Me encontraba en un área que evidentemente no había sido arrasada por los bombardeos aliados que habían devastado Berlín. El sector occidental de la ciudad, en cambio, había sido destruido más allá de toda reparación. Los escasos edificios antiguos que se conservaban en el oeste (las elegantes fincas en torno a Savignyplatz y unos pocos hoteles de fin de siglo) eran comparables a los dos pasajeros de un jumbo que salen con vida cuando el resto del pasaje se ha matado. La destrucción había sido tan exhaustiva, había arrasado tanto, que se conservaba muy poco del pasado. Tal vez fuera ésa una de las ironías más extrañas de la división de la ciudad en la posguerra. Las potencias occidentales habían recibido los distritos más derruidos y, en colaboración con la nueva República Federal emergente, habían reconstruido la ciudad en una desordenada mezcla de estilos modernos que irradiaba una energía poco convencional. El sector oriental también había sufrido terribles bombardeos, pero muchos de sus distritos habían quedado relativamente intactos, y casi todos los grandes edificios ceremoniales que conducían hacia Alexanderplatz habían logrado sobrevivir. El problema era que el este no disponía de los fondos necesarios para restaurarlos y devolverles su pasado esplendor, y la estética comunista dominante era brutal y se basaba en el uso masivo del hormigón armado.
Así pues, tras la deteriorada majestuosidad de la Universidad Humboldt y la Staatsoper, y después de la extraordinaria visión del Berliner Dom (esa vasta variación de la catedral de San Pablo, con la negra cúpula carbonizada como mudo testigo de las realidades históricas), llegué a un edificio público construido por la República Democrática Alemana, quizá el más horrendo que había visto hasta entonces. Era una achaparrada caja de hormigón extendida sobre varias manzanas, de líneas angulosas y romas, cuyos bloques color ceniza presentaban un desagradable acabado de piedra proyectada. Era un monumento cívico profundamente estalinista, la manifestación más patente del modo en que la jerarquía de ese país veía el mundo. Era el Palast der Republik, la sede del Parlamento y el centro nervioso administrativo del Partido Socialista de los Trabajadores, que siempre ganaba las elecciones legislativas amañadas con un noventa por ciento de los votos emitidos. Estéticamente, el Palacio de la República reflejaba la barbarie visual del Muro, y parecía decir a los transeúntes: «En esta República Popular nadie cree en el poder redentor de la belleza. Tenemos solamente esta visión cruda de la vida, que es dura, cruel y desagradable.»
Un poco más adelante, por Unter den Linden, el bulevar desembocaba en una de las ubicaciones geográficas más importantes de la literatura alemana del siglo XX: Alexanderplatz, donde Alfred Döblin ambientó su famosa novela Berlín Alexanderplatz, de 1929. La obra no sólo pinta un vasto retrato de la mala vida en el auténtico centro físico de Berlín, sino que se mantiene aún hoy como una de las principales novelas aparecidas durante la República de Weimar, aquella edad de oro alemana entre las dos guerras mundiales, cuando el país experimentó una revolución creativa y se afianzó como el gran innovador artístico de su época. Mucho de lo que germinó durante la República de Weimar (las colaboraciones entre Brecht y Weil, los densos Bildungsromans de Thomas Mann o los visionarios largometrajes de la primera época de Fritz Lang) era extremadamente vanguardista y en gran parte llegó a redefinir el paisaje artístico mundial. La llegada del nazismo a finales de los años veinte fue la pesada bota que aplastó ese breve y fugaz interregno de alocada libertad creativa y de relajación de las costumbres. Por las fotografías que había visto, yo sabía que Alexanderplatz había sido en gran parte arrasada durante la última guerra, y que el gobierno de Alemania Oriental había decidido levantar una estructura emblemática (una altísima torre de televisión) en el epicentro de los bombardeos. Pero no estaba preparado para ver la transformación de toda el área en un gueto de edificios altos: desfiladeros de hormigón, tristes bloques de viviendas y locales comerciales desiertos. No había color, ni vegetación, ni el menor atisbo de nada que hiciera de ese paisaje urbano un lugar tolerable y habitable.

lunes, 7 de julio de 2014

Crepúsculo - Talo

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Poema 15 - Pablo Neruda

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y tan sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

domingo, 6 de julio de 2014

Nautilus de piedra

Santa María del Mar, julio '14

La analfabeta que era un genio de los números - Jonas Jonasson

1. De una chica en una chabola y del hombre que, una vez muerto, la sacó de allí 


   En cierto modo, los vaciadores de letrinas del mayor barrio de chabolas de Sudáfrica eran afortunados. Al menos tenían trabajo y un techo bajo el que cobijarse.
   En cambio, desde un punto de vista estadístico no tenían futuro. La mayoría moriría joven de tuberculosis, neumonía, disentería, drogas, alcohol o una combinación de todo ello, y pocos podrían celebrar su cincuenta cumpleaños. Entre ellos, el jefe de una de las oficinas de letrinas de Soweto. Pero el pobre estaba envejecido y achacoso. Se había acostumbrado a tomar demasiados analgésicos regándolos con demasiadas cervezas a horas demasiado tempranas de la mañana. En consecuencia, un día se mostró demasiado vehemente ante un representante del departamento de Sanidad de Johannesburgo. ¡Un tipo que se atrevía a levantar la voz! El incidente fue denunciado y llegó al jefe de sección en el ayuntamiento, quien al día siguiente, durante el café de la mañana que solía tomarse con sus empleados, comunicó que había llegado la hora de sustituir al analfabeto del sector B.
   Un café matinal de lo más ameno, por cierto, pues también hubo tarta para dar la bienvenida a un nuevo asistente sanitario. Se llamaba Piet du Toit, tenía veintitrés años y acababa de finalizar los estudios.
   Él sería quien se haría cargo del problema en Soweto, pues así se había dispuesto en el Ayuntamiento de Johannesburgo. A fin de curtirlos, a los novatos se les asignaban los analfabetos.
   Nadie sabía a ciencia cierta si todos los vaciadores de letrinas de Soweto eran realmente analfabetos, pero así los llamaban. En cualquier caso, ninguno de ellos había ido a la escuela. Y todos vivían en chabolas. Y les costaba lo suyo entender lo que se les decía.
   Piet du Toit se sentía incómodo. Era su primera incursión entre los salvajes. Precavido, su padre, un marchante de arte, le había procurado un guardaespaldas.
   En cuanto puso un pie en la oficina de letrinas, el muchacho de veintitrés años empezó a despotricar contra el hedor, incapaz de contenerse. Al otro lado del escritorio estaba sentado el jefe de letrinas, el que en breve tendría que abandonar su puesto. Y a su lado, una niña que, para estupefacción del asistente sanitario, abrió la boca y replicó que una de las características de la mierda era que, en efecto, olía mal.
   Por un instante, Piet du Toit se preguntó si la cría se estaba burlando de él, pero no, eso era imposible.
   Lo pasó por alto y fue al grano. Le explicó al jefe de letrinas que debía abandonar su puesto, pues así lo habían decidido en las altas instancias. No obstante, le pagarían tres meses de sueldo si en el plazo de una semana era capaz de seleccionar el mismo número de candidatos para la plaza que iba a quedar vacante.
   —Entonces, ¿puedo volver a mi antiguo trabajo de vaciador de letrinas normal y corriente, y así ganarme algún dinero? —preguntó el jefe recién despedido.
   —No —contestó Piet du Toit—. No puedes.
   Una semana después, el asistente Du Toit y su guardaespaldas volvieron. El jefe despedido estaba sentado tras su escritorio, en teoría por última vez. A su lado se encontraba la misma niña.
   —¿Dónde están tus tres candidatos? —preguntó el asistente.
   El jefe despedido explicó que, lamentablemente, dos de ellos no podían estar presentes. A uno le habían cortado el cuello en una reyerta la noche anterior. Y respecto al segundo, no sabía decirle dónde se encontraba; posiblemente había sufrido una recaída.
   Piet du Toit no quiso saber a qué tipo de recaída se refería. Sólo quería salir de allí cuanto antes.
   —¿Y quién es entonces tu tercer candidato? —contestó, airado.
   —Pues mire, esta chica que ve aquí. Ya lleva un par de años echándome una mano. Y he de decir que trabaja muy bien.
   —¡No pretenderás que contrate a una niña de doce años como jefa de letrinas, maldita sea! —exclamó Piet du Toit.
   —Catorce —terció ella—. Y con nueve de experiencia en el puesto.
   El hedor era insoportable. Piet du Toit temía que el traje se le quedara impregnado de él.
   —¿Ya has empezado a drogarte? —le preguntó.
   —No —respondió ella.
   —¿Estás embarazada?
   —No.
   El asistente permaneció unos segundos en silencio. Desde luego, bajo ningún concepto quería volver allí más veces de las estrictamente necesarias.
   —¿Cómo te llamas? —preguntó.
   —Nombeko —contestó ella.
   —Nombeko ¿qué más?
   —Mayeki, o eso creo.
   ¡Dios mío, ni siquiera sabían su apellido!
   —Entonces te daré el puesto. Si eres capaz de mantenerte sobria, claro.
   —Lo soy.
   —Muy bien. —Y, volviéndose hacia el jefe despedido, añadió—: Dijimos tres mensualidades a cambio de tres candidatos. Es decir, una mensualidad por candidato, a lo que resto una mensualidad por no haber sido capaz de encontrar más que una niña de doce años.
   —Catorce —lo corrigió ella.
   Piet du Toit se marchó sin despedirse, con el guardaespaldas pisándole los talones.
   La niña que acababa de ser nombrada jefa de su propio jefe le agradeció a éste su ayuda y le comunicó que volvía a estar contratado como su mano derecha.
   —Pero ¿y Piet du Toit? —inquirió el antiguo jefe.
   —Te cambiamos el nombre y ya está. Seguro que ese asistente no sabrá distinguir a un negro de otro.
   Eso dijo aquella criatura de catorce años que aparentaba doce.