martes, 4 de noviembre de 2014

El caso Collini - Ferdinand Von Schirach


   Leinen quería ir a la salida de los abogados, pero anduvo en sentido contrario hasta que una funcionaria lo interceptó y le indicó el camino. Luego tuvo que esperar unos minutos ante la puerta de cristal blindado hasta que se abrió el portón. Se fijó en que encima de la puerta el enlucido estaba desconchado. Miró a los funcionarios que controlaban los carnets e introducían los nombres en registros. Allí, donde los hombres ocupaban celdas, donde esperaban una condena o la libertad, el mundo era reducido. No había profesores ni manuales ni discusiones. Todo era grave y definitivo. Podía intentar librarse del juicio. No tenía por qué defender a Collini, ese tipo había matado a su amigo. Era fácil poner fin al asunto, todo el mundo lo entendería.
   Ya fuera, cogió un taxi y se fue a casa. El panadero gordo estaba sentado en una silla de madera ante su establecimiento, bajo una sombrilla.
   —¿Qué tal está? —preguntó Leinen.
   —Hace calor. Pero dentro aún más. Leinen se sentó, inclinó la silla sobre las patas traseras y se apoyó contra la pared. Miró al sol entornando los ojos. Pensó en Collini.
   —Y usted, ¿qué tal está? —le preguntó el panadero.
   —No sé qué hacer.
   —¿Cuál es el problema?
   —No sé si debo defender a un hombre. Ha matado a otro al que yo conocía bien.
   —Pero es usted abogado, ¿no?
   —Mmm... —Leinen asintió.
   —Mire, todas las mañanas subo la persiana a las cinco, enciendo la luz y espero a que llegue el camión frigorífico de la fábrica. Meto la masa en los hornos y a partir de las siete me paso el día vendiendo lo que sale de ellos. Los días malos me quedo dentro; los buenos salgo aquí, al sol. Preferiría hacer pan como Dios manda en una panadería como Dios manda con utensilios como Dios manda e ingredientes como Dios manda. Pero así son las cosas.
   Una mujer con un dálmata pasó por delante y entró en la tienda. El panadero se levantó y fue tras ella. A los pocos minutos salió con dos vasos de agua con hielo.
   —¿Entiende lo que quiero decir? —preguntó.
   —No del todo.
   —Puede que algún día vuelva a tener una panadería como Dios manda. Hace tiempo la tuve, pero la perdí al divorciarme. Ahora trabajo aquí, es lo que hay. Así de sencillo. —Se bebió el vaso de un trago y masticó un cubito de hielo—. Es usted abogado, tiene que hacer lo que hacen los abogados.
   Estaban a la sombra, mirando los transeúntes. Leinen se acordó de su padre. En su mundo todo parecía sencillo y claro, no había secretos. Había intentado disuadirlo de que se hiciera abogado defensor. Con esa profesión no se podía ser decente, porque todo era demasiado complicado, le había dicho. Leinen recordó una cacería de patos en invierno. Su padre disparó y un ánade real se estrelló con fuerza contra el estanque helado. El perro de su padre, que aún era joven, salió corriendo sin que se lo ordenaran. Quería cobrar el ave. En el centro del estanque el hielo era fino, el animal se hundió, pero no se dio por vencido. Atravesó a nado el agua helada y llevó el pato a la orilla. Sin decir palabra, su padre se quitó el chaquetón y secó al animal con el forro. Luego lo llevó a casa envuelto en el chaquetón. Su padre se pasó dos días con el perro en las rodillas, frente a la chimenea. Cuando el animal se recuperó, se lo regaló a una familia del pueblo. No valía para la caza, había afirmado.
   Leinen le dijo al panadero que tal vez tuviera razón, y subió a su casa. Por la noche llamó a Johanna. Le dijo que no podía evitarlo, que tenía que seguir con la defensa de Collini.

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