viernes, 17 de febrero de 2006

El desierto de los tártaros

Dinno Buzzati

Buzzati nació en 1906 en la antigua ciudad de Belluno, cerca del Véneto y de la frontera con Austraia. Fue periodista y se entregó después a la literatura fantástica. Su primer libro, Bàrnabo delle Montagne, data de 1933; el último, I miracoli di Val Morel, de 1972, el año de su muerte. Su vasta obra, no pocas veces alegórica, exhala angustia y magia. El influjo de Poe y de la novela gótica ha sido declarado por él. Otros han hablado de Kafka. ¿Por qué no aceptar, sin desmedro alguno de Buzzati, ambos ilustres magisterios?
Este libro, que es acaso su obra maestra y que ha inspirado un hermoso filme de Valerio Zurlini, está regido por el método de la postergación indefinida y casi infinita, caro a los eleatas y a Kafka. El ámbito de las ficciones de kafka es deliberadamente gris y mediocre y sabe a burocracia y a tedio. Tal no es el caso de esta obra. Hay una víspera, pero es la de una enorme batalla, temida y esperada. Dino Buzzati, en estas páginas, retrotae la novela a la epopeya, que fue su manantial. El desierto es real y es simbólico. Está vacío y el héroe espera muchedumbres. (Prólogo de Jorge Luís Borges para El Desierto de los Tártaros )
***Hasta entonces había avanzado por la despreocupada edad de la primera juventud, un camino que de niño parece infinito, por el que los años discurren lentos y con paso ligero, de modo que nadie nota su marcha. Se camina plácidamente, mirando con curiosidad alrededor, no hay ninguna necesidad de apresurarse, nadie nos hostiga por detrás y nadie nos espera, también los compañeros avanzan sin aprensiones, parándose a menudo a bromear. Desde las casas, en las puertas, las personas mayores saludan benignas y hacen gestos indicando el horizonte con sonrisas de inteligencia; así el corazón empieza a latir con heroicos y tiernos deseos, se saborea la víspera de las cosas maravillosas que esperan más adelante; aún no se ven, no, pero es seguro, absolutamente seguro, que un día llegaremos a ellas.
¿Queda aún mucho? No, basta con atravesar aquel río de allá al fondo, con franquear aquellas verdes colinas. ¿No habremos llegado ya, por casualidad? ¿No son quizá estos árboles, estos prados, esta blanca casa lo que buscábamos? Por unos instantes da la impresión de que sí y uno quisiera detenerse. Después se oye decir que delante es mejor y se reanuda sin pensar un camino.
Así se continúa andando en medio de una espera confiada, los días son largos y tranquilos, el Sol resplandece alto en el cielo y parece que nunca tiene ganas de caer hacia poniente.
Pero a cierto punto, casi instintivamente, uno se vuelve hacia atrás y ve que una verja se ha atrancado a sus espaldas, cerrando la vía del retorno. Entonces se siente que algo ha cambiado, el Sol ya no parece inmóvil, sino que se desplaza rápidamente, ¡ay!, casi no da tiempo de mirarlo y ya se precipita hacia el límite del horizonte; uno advierte que las nubes ya no se estancan en los golfos azules del cielo, sino que huyen superponiéndose unas a otras, tanta es su prisa; uno comprende que el tiempo pasa y que el camino un día tranquilo tendrá que acabar también.
Cierran a cierto punto a nuestras espaldas una pesada verja, la cierran con velocidad fulminante y no da tiempo de regresar. Pero Giovanni Drogo en ese momento dormía, ignorante, y sonreía en sueños como hacen los niños.
Pasarán días antes de que Drogo comprenda lo que ha sucedido. Será entonces como un despertar. Mirará a su alrededor, incrédulo; después oirá un pataleo de pasos que llegan a sus espaldas, verá la gente que, despertada antes que él, corre afanosa y se le adelanta para llegar primero. Oirá el latido del tiempo escandir ávidamente la vida. A las ventanas ya no se asomarán risueñas figuras, sino rostros inmóviles e indiferentes. Y si él pregunta cuánto camino queda, ellos señalarán el nuevo horizonte, sí, pero sin ninguna bondad y alegría. Mientras tanto los compañeros se perderán de vista, alguno se queda atrás, agotado; otro ha escapado delante; ahora ya no es sino un minúsculo punto en el horizonte.
*** Poco a poco la confianza se debilitaba. Es difícil creer en algo cuando uno está solo y no puede hablar de ello con nadie. Precisamente en esa época Drogo se dió cuenta de que los hombres, por mucho que quisieran, siempre permanecen alejados; si uno sufre, el dolor es completamente suyo, ningún otro puede tomar para sí ni una mínima parte; si uno sufre, no por eso los otros sienten el daño, aunque el amor sea grande, y eso provoca la soledad en la vida.
*** Y, sin embargo, un día advirtió que hacía bastante tiempo que ya no iba a cabalgar por la explanada de detrás de la fortaleza. Advirtió incluso que no tenía ningunas ganas y que en los últimos meses (quién sabe exactamente cuántos) ya no subía las escaleras a la carrera, de dos en dos. Bobadas, ha pensado, físicamente se sentía siempre lo mísmo, todo estaba a punto de empezar, no cabía la menor duda; una prueba habría sido ridículamente superflua.
No, físicamente Drogo no ha cambiado, si reanudara las cabalgatas y las carreras escaleras arriba sería muy capaz, pero no es eso lo que importa. Lo grave es que ya no tiene ganas, que prefiere quedarse dormitando al sol después de comer en vez de corretear de un lado o otro por la pedregosa explanada. Esto es lo que cuenta, sólo eso registra los años transcurridos.

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