De unos años a esta parte el ayuntamiento ,que anda sobrado de dinero, se autopromociona con una revista mensual, a todo color, que reparte gratuitamente entre sus conciudadanos. La finalidad es airear las inaguraciones del consistorio y fotografiarse el alcalde y allegados el mayor número de veces posible, por si no te has enterado de qué cara tienen nuestras mayores cabezas visibles.
Bueno, finalidades políticas aparte, se publican siempre en las últimas páginas unas fotos de los recién venidos al mundo en el municipio (no deben venir muchos, porque apenas aparecen, o tal vez, quizás, haya un criterio selectivo, como principal principio darwiniano, que desconozco) y de los enlaces matrimoniales civiles que tienen lugar en tan excelso lugar.
Ciñéndome a estos últimos, normalmente los novios, bien apuestos y muchas veces mixtos -en cuanto a nacionalidad se refiere-, van vestidos como la ocasión lo requiere. Al fín y a la postre suele ser uno de los días más significativos entre las gentes de bien que pasan por tal ritual. Ellas como auténticas protagonistas de una peli romántica, en su escena culminante, y ellos bien lustrosos y elegantes -como no podía ser de otro modo-, dispuestos a disfrutar "for ever and ever" de un estofado de perdices digno de La Ceneretolla.
A lo que vamos, me llamó la atención una pareja en la que la novia iba "vestida de calle", es más, hasta llevaba unos pantalones negros de punto (de mercadillo) ceñidos, que dadas sus dimensiones, le sentaban fatal. Pensé en la pobre criatura: ¿no habría podido alguien asesorarla, con cariño, un poco para mejorar su aspecto?
No sé porqué me apené por ella. Su cara ni feliz ni desgraciada miraba al frente como quien dice ahora estoy aqui como podría estar en otra parte. Después de eso, me fijé en su flamante marido. Era de color, bastante más alto que ella y mucho mayor. Vestía un sencillo traje marrón, los zapatos no muy lustrosos. Ni feliz, ni desgraciado -en eso hacían buena pareja-.
Definitivamente algo no cuadraba en aquella foto. Me fijé más, y reconocí a la chica, al leer el nombre. Hice memoria: si tenía los dieciocho años, los tenía recién cumplidos. De familia muy humilde, recordaba de su niñez la falta de higiene y sus carencias intelectuales. Era muy tímida y callada y su aspecto físico no ayudaba precisamente a relacionarse con los demás. Y allí estaba, casada con un hombre que le doblaba la edad, sin ir vestida de boda, en el supuesto día más feliz de su vida.
La malvada que hay en mí pensó en un matrimonio de conveniencia, claro, por aquello de conseguir la nacionalidad a cambio de dinero ¿para los padres? La otra, pensó que leo demasiado y veo muchas películas. Pero lo cierto es que me quedó una gran desazón en el alma al pensar que la palabra AMOR no se veía en ningún rincón de aquella instantánea. Tal vez el futuro me demuestre lo equivocado de mi pensamiento. ¡Ojalá sea así!
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