sábado, 15 de marzo de 2008

Distancia de Seguridad

Son las ocho y media de la mañana, estoy parada en el semáforo y hay, al menos, tres minutos de espera.
Veo el inquieto discurrir urbano. El ojo alterna entre el rojo metálico, el acero y el hormigón. Raudo detecta en el paso de cebra, paseando -más que cruzando-, a una mujer mayor. Va empinada en unos difíciles tacones y en un moño decimonónico; el maquillaje, aún a esta distancia, se le nota a rabiar. Sigo mirando -tal es su lentitud al cruzar- hombros atrás y talones al aire envueltos en unas finas medias negras que puntualizan su caminar. Contrasta el pie suelto y desnudo en la media con el abrigo de invierno que viste. Se adivina el contoneo de sus caderas y, asombrosamente al tiempo, mantiene inmóvil la espalda, ¿cómo lo hará?Miro de nuevo su cara: rondará los sesenta y cinco años, tal vez incluso más.
No bien la pierdo de vista por la esquina, aparece un hombre que curiosamente lleva su mismo andar. ¿Quién se permite a esa hora en una jornada laboral tan poca velocidad? Me llama la atención pues es el mismo rítmo de su predecesora. Algo parece indicar que guardan cierta distancia de seguridad.
Lleva puesto un tres cuartos de paño azul, de corte marinero, va algo informal. Rondará los cincuenta y la media sonrisa que alumbra su rostro, más de satisfacción que de alegría, hace que mi mente se desboque y rapidamente invente una truculenta historia con la que acaba de pasar. ¿Cuál? No es difícil de dilucidar.
La luz cambia a verde y al girar los vuelvo a encontrar. Uno cambió de acera, pero vogan en la misma dirección y a los mismos nudos. Tal vez posponiendo una despedida que sólo yo llegué a imaginar.

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