Pasaron los días, las semanas, los meses. Algunos heridos graves ya iban camino de Francia. El 60202 tenía mala suerte. Su número, que al principio figuraba en las listas de repatriación, había sido olvidado por un burócrata poco diligente y el amnésico estaba condenado a pasear su desesperación, una semana tras otra, por los rastrillados caminos del lazarett.
Estábamos ya en noviembre y no faltaba trabajo. Un día, una voz cavernosa exclamó, a la vista del 60202:
-Mira tú, ¿todavía no ha vuelto a casa el Glóbulo? Para ser un tío tan listo, menudo fiasco.
El hombre que hablaba de aquel modo regresaba de un Kommando. Llevaba la mano herida, era bajito, con una cara típica de los bajos fondos, y no podía decir una palabra sin torcer la boca.
-¡Hombre, Bébert! ¿Cómo andamos? -le dije.
-Pues podría ir mejor -gruñó enseñándome el vendaje-.Sólo me quedan dos dedos y casi, casi, me dejo allá la pezuña entera. En fin...
No era un pesimista. Se rió con una nueva torsión de la boca verdaderamente extraordinaria:
-Esperemos que con esto tenga la salida asegurada... y no habré tenido que hacerme el loco como aquel pobre hombre...
Unos días después, en efecto, le desmovilizaron y regresó a Francia, al tiempo que yo, en el convoy sanitario de diciembre, convoy de 1.200 enfermos en el que hubiera debido figurar el amnésico si, cuando dejamos el Stalag, no hubiese descansado con su secreto desde hacía diez días cerca del bosquecillo de abetos, en el arenal de la landa azotado por el viento de mar.
Un atardecer... Yo no estaba. El servicio me había enviado con tres enfermeros más a buscar a los KGF enfermos de un Komando lejano. Cuando regresamos me dijeron que había sucumbido de pronto a una fiebre maligna. Dorcières, Desiles y los otros se declararon incapaces de averiguar su dolencia.
Una semana entre la vida y la muerte y, después, un viernes, mientras el viento aullaba entre el tendido eléctrico y una lluvia torrencial repiqueteaba lúgubremente en los tejados de zinc de los barracones, pasó a mejor vida, como quien dice, de repente.
Yo estaba de servicio en la sala. Aparte la zarabanda en el exterior, todo estaba tranquilo. Los enfermos descansaban sin ruido.
-Burma -me llamó, con un acento triunfante y desgarrador a la vez.
Me extremecí al comprender por el tono en que pronunciaba mi nombre que, al fin, sabía lo que decía. A pesar de las ordenanzas, encendí inmediatamente todas las luces y me acerqué enseguida. Los ojos del amnésico reflejaban un brillo de inteligencia que no le había visto nunca antes. En un suspiro, el hombre dijo:
-Dígale a Hélène... calle de la estación, número 120...
Cayó de nuevo contra el jergón con la frente bañada en sudor y los dientes entrechocando, exangüe, más blanco que la sábana que le cobijaba.
-¿París? -pregunté.
Su mirada se volvió más vivaz. Sin contestar, hizo un amago de gesto, afirmativo. Murió inmediatamente después.
Me quedé perplejo un buen rato. Por fin, advertí la presencia de Bébert junto a mí. Estaba allí desde el principio... pero todo había sido tan rápido...
-Pobre hombre -dijo el bergante-. Y yo que le tomé por un farsante.
Se produjo entonces un fénomeno curioso. El estúpido sentimentalismo del delincuente me liberó el mío. De pronto, dejé de ser el Kriegsgefangene sobre el que pesaban las alambradas hasta el punto de despojarme de toda originalidad y volví a ser Nestor Burma, el verdadero, el director de la agencia Fiat Lux. Dinamita Burma. (Págs. 22-24)
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