jueves, 30 de diciembre de 2010

Horizontes Perdidos -James Hilton


Disponíase a escalarlo con el pensamiento, eligiendo cuidadosamente un camino practicable, cuando una exclamación de Mallison le hizo volver a la tierra. Entonces dirigió una mirada de curiosidad a su alrededor y observó que el chino le miraba con tranquilo semblante.
-¿Estaba usted admirando la montaña señor Conway? -le preguntó.
-sí, es una vista estupenda. ¿Cómo se llama?
-Karakal.
-Creo que no he oído nunca ese nombre. ¿Es muy alta?
-Tendrá unos veintiocho mil pies.
-¿De veras? No creí que hubiese nada que alcanzara esa altura además del Himalaya. ¿Está usted seguro de que no se equivoca? ¿Cómo sabe que esas medidas son correctas?
-¿Cree usted que hay algo incompatible entre el monaquismo y la trigonometría? -preguntó a su vez el chino.
Conway saboreó la frase y replicó:
-Oh, nada de eso..., nada de eso.
Lanzó una carcajada cortés y poco después emprendió el viaje a Shangri-La.
El ascenso se prolongó toda la mañana lentamente y por fáciles pendientes; pero a aquella altura el esfuerzo físico era demasiado considerable para malgastar energías hablando.
El chino viajaba suntuosamente en la silla de manos, lo que habría parecido poco caballeresco, si no hubiese sido absurdo imaginarse a la señorita Brinklow ocupando aquel asiento primitivo.
Conway, a quien el aire enrarecido molestaba menos que a los demás, se esforzaba en sorprender las intermitentes conversaciones de los portadores de la silla. Conocía muy deficientemente el tibetano, pero logró comprender que aquellos hombres manifestaban su contento por el regreso al monasterio.
Aunque lo hubiese deseado, no habría podido interrogar a su jefe, que con los ojos cerrados y el rostro semioculto por las cortinas parecía dormitar apaciblemente.
El sol empezaba a entibiar la atmósfera; el hambre y la sed habían sido adormecidas, si no satisfechas; y el aire, puro como si perteneciese a otro planeta, les era más precioso a cada paso. Había que respirar consciente y deliberadamente, lo cual, aunque desconcertante al principio, les proporcionó al poco rato una tranquilidad espiritual extraordinaria.
Todos los cuerpos movíanse en un ritmo único de respiración, avance y pensamiento; los pulmones supeditaban su funcionamiento a la armonía con la mente y los miembros.
Conway, con una sensación mezcla de misticismo y escepticismo, encontrábase profundamente turbado en lo más íntimo de su ser.
Una o dos veces dirigió palabras de ánimo a Mallison, pero el joven no respondió por la fatiga del ascenso. Barnard jadeaba como un asmático, mientras que Miss Brinklow sostenía un combate pulmonar, que, por alguna razón desconocida, hacía violentos esfuerzos por ocultar.
-Ya estamos cerca de la cumbre -dijo Conway para animarlos.
-Una vez tuve que correr para que no se me escapase un tren, y experimenté una sensación muy parecida a ésta -dijo ella.
Conway reflexionó que había mucha gente que confundía la sidra con el champaña. Todo era cuestión de paladares.
Estaba sorprendido al darse cuenta de que, aparte de su desconcierto, tenía ahora muy pocos recelos respecto a lo que les esperaba, y si experimentaba alguna duda no era a causa de sí mismo.
Hay momentos en la vida en que uno abre su alma igual que si abriese el monedero en una noche de feria y se da cuenta de que la distracción, aunque costosa, resulta agradable. Conway, en aquella mañana, a la vista del Karakal, tuvo aquella sensación ante la nueva experiencia que se presentaba.(Págs. 58-60)

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