Una mañana de primavera compareció en la tienda de Giacomo Torelli vestido con el traje de los domingos. Se había peinado cuidadosamente, con la raya en el medio, y lucía un clavel en el ojal del traje de raya diplomática que había pertenecido a su bisabuelo George, el espapista submarino. LLevaba también unos antiguos botines forrados de lentejuelas.
-¿A dónde vas así, Fabiolino? -se burló Giacomo, mientras le servía un expresso-. ¿Vas a declararte a una ragazza?
-Sí, Signore Giacomo -respondió el joven novio de la muerte-. Voy a pedirle permiso a Piccolo Testafreda para llevar a su hija al cinematógrafo -respondió, tranquilamente, mientras examinaba la crema de café con interés de experto.
El viejo Giacomo, que llevaba cuarenta y cinco años observando a la gente, acodado en aquel mostrador de roble, se dio cuenta enseguida de que Fabio hablaba en serio.
-No vas armado -observó el anciano.
-No se preocupe, sé lo que hago.
Giacomo suspiró. Hacía muchos años que los seres humanos habían dejado de sorprenderlo. Aquel chico había enloquecido por culpa de ese horrible trabajo, indudablemente.
-Está bien, muchacho. Te invito al café. Y llévate mi aguja de ojal o perderás esa flor -le dijo, mientras le aseguraba el clavel de la solapa con el alfiler. Hablaba con el tono del que está muy resignado a convivir con las tragedias de la vida.
-Gracias. Dele recuerdos a su amable y encantadora esposo, Signore Giacomo.
Fabio salió de la tienda tranquilamente, y el eco familiar de la campanilla que colgaba en el marco de la puerta se enredó unos instantes en los destellos de las lentejuelas.
El viejo Giacomo había visto con sus propios ojos a Piccolo Testafreda volcar un furgón de fruta de un empujón, unos años atrás, cuando todavía estaba haciéndose un nombre en el barrio. Era uno de los tres o cuatro hombres más grandes que había conocido en toda su vida, Pesaba casi doscientos kilos y era el dueño del distrito, y en una ocasión le había fracturado los brazos y las piernas, en medio de la calle, a un muchacho forastero que le regaló una flor a su hija.
El viejo observó a Fabio cruzando la calle sin prisas, mientrs se aseguraba la flor en el ojal.
Lo de aquel muchacho era una pena, decididamente.
Fabio entró en el Gino's bar de los Testafreda, y antes de que se extinguiera el sonido de la campanilla (un fa bemol, en esta ocasión) se dirigió a Piccolo con estas palabras: ''Me han dicho que es usted el padre de la ragazza de senos apetitosos y nalgas fibrosas que vive aquí. Me presento ante usted, con el debido respeto, para pedirle su mano. La he estado espiando y la he visto desnudarse, y creo que me he enamorado de ella. Cuando la contemplé por primera vez, bañada por la luz de la luna, mis pezones se pusieron tan duros que podría haberlos usado como gomas de borrar. No me importa que sean ustedes italianos, Signore Testafreda''.
Piccolo Testafreda estaba acodado detrás de la barra, leyendo un periódico. Gianni Longo estaba sentado en una de las mesas, limándose cuidadosamente las uñas. Era el guardaespaldas de Piccolo. Medía un metro y medio escaso, pero podía reventar una fila de seis botellas en apenas tres segundos, con su Colt 45, a una distancia de más de veinte metros.
El arma apareció en su mano derecha como por arte de magia, y el enano apuntó a la cabeza de Fabio mientras se levantaba despacio y se colocaba detrás de él, apoyando el frío cañón en la nuca del muchacho.
-¿Es cierto eso? -preguntó Piccolo, con un murmullo profundo.
Fabio despegó la mano de su costado y la alzó muy despacio, mostrando una pieza de ropa interior femenina.
-Las llevo siempre cerca de mi corazón.
La obsesión fundamental de Piccolo era la posibilidad de que otro hombre tocara a su diminuta y bellísima hijastra. Sus celos enfermizos eran famosos en toda la ciudad.
Al ver las carísimas bragas de la muchacha en la mano de aquel apuesto joven (Fabio había invertido mucho dinero en convencer a un chico del barrio para que las robara del tejado, jugándose la vida), el gigante emitió un suspiro de morsa y se pasó la mano por la cara, dejándola unos momentos apoyada sobre los ojos.
Fabio pudo oír una gotera en alguna parte de la trastienda. (págs. 18-21)
-¿A dónde vas así, Fabiolino? -se burló Giacomo, mientras le servía un expresso-. ¿Vas a declararte a una ragazza?
-Sí, Signore Giacomo -respondió el joven novio de la muerte-. Voy a pedirle permiso a Piccolo Testafreda para llevar a su hija al cinematógrafo -respondió, tranquilamente, mientras examinaba la crema de café con interés de experto.
El viejo Giacomo, que llevaba cuarenta y cinco años observando a la gente, acodado en aquel mostrador de roble, se dio cuenta enseguida de que Fabio hablaba en serio.
-No vas armado -observó el anciano.
-No se preocupe, sé lo que hago.
Giacomo suspiró. Hacía muchos años que los seres humanos habían dejado de sorprenderlo. Aquel chico había enloquecido por culpa de ese horrible trabajo, indudablemente.
-Está bien, muchacho. Te invito al café. Y llévate mi aguja de ojal o perderás esa flor -le dijo, mientras le aseguraba el clavel de la solapa con el alfiler. Hablaba con el tono del que está muy resignado a convivir con las tragedias de la vida.
-Gracias. Dele recuerdos a su amable y encantadora esposo, Signore Giacomo.
Fabio salió de la tienda tranquilamente, y el eco familiar de la campanilla que colgaba en el marco de la puerta se enredó unos instantes en los destellos de las lentejuelas.
El viejo Giacomo había visto con sus propios ojos a Piccolo Testafreda volcar un furgón de fruta de un empujón, unos años atrás, cuando todavía estaba haciéndose un nombre en el barrio. Era uno de los tres o cuatro hombres más grandes que había conocido en toda su vida, Pesaba casi doscientos kilos y era el dueño del distrito, y en una ocasión le había fracturado los brazos y las piernas, en medio de la calle, a un muchacho forastero que le regaló una flor a su hija.
El viejo observó a Fabio cruzando la calle sin prisas, mientrs se aseguraba la flor en el ojal.
Lo de aquel muchacho era una pena, decididamente.
Fabio entró en el Gino's bar de los Testafreda, y antes de que se extinguiera el sonido de la campanilla (un fa bemol, en esta ocasión) se dirigió a Piccolo con estas palabras: ''Me han dicho que es usted el padre de la ragazza de senos apetitosos y nalgas fibrosas que vive aquí. Me presento ante usted, con el debido respeto, para pedirle su mano. La he estado espiando y la he visto desnudarse, y creo que me he enamorado de ella. Cuando la contemplé por primera vez, bañada por la luz de la luna, mis pezones se pusieron tan duros que podría haberlos usado como gomas de borrar. No me importa que sean ustedes italianos, Signore Testafreda''.
Piccolo Testafreda estaba acodado detrás de la barra, leyendo un periódico. Gianni Longo estaba sentado en una de las mesas, limándose cuidadosamente las uñas. Era el guardaespaldas de Piccolo. Medía un metro y medio escaso, pero podía reventar una fila de seis botellas en apenas tres segundos, con su Colt 45, a una distancia de más de veinte metros.
El arma apareció en su mano derecha como por arte de magia, y el enano apuntó a la cabeza de Fabio mientras se levantaba despacio y se colocaba detrás de él, apoyando el frío cañón en la nuca del muchacho.
-¿Es cierto eso? -preguntó Piccolo, con un murmullo profundo.
Fabio despegó la mano de su costado y la alzó muy despacio, mostrando una pieza de ropa interior femenina.
-Las llevo siempre cerca de mi corazón.
La obsesión fundamental de Piccolo era la posibilidad de que otro hombre tocara a su diminuta y bellísima hijastra. Sus celos enfermizos eran famosos en toda la ciudad.
Al ver las carísimas bragas de la muchacha en la mano de aquel apuesto joven (Fabio había invertido mucho dinero en convencer a un chico del barrio para que las robara del tejado, jugándose la vida), el gigante emitió un suspiro de morsa y se pasó la mano por la cara, dejándola unos momentos apoyada sobre los ojos.
Fabio pudo oír una gotera en alguna parte de la trastienda. (págs. 18-21)
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