miércoles, 8 de octubre de 2008

Donna Leon - Vestido para la Muerte

En el autobús había caras conocidas; a veces, algunos pasajeros compartían el taxi desde la terminal de Mira o, si hacía buen tiempo, iban andando en grupo hasta el sanatorio, sin hablar casi nunca de algo que no fuera el tiempo. En la estación de autobuses se apearon seis personas, dos de las cuales eran mujeres a las que él conocía de otros viajes, y los tres acordaron rápidamente compartir el taxi. Como el vehículo no tenía aire acondicionado, el tiempo les dio motivo de conversación para rato, y todos se alegraron de la distracción.

Al llegar a la casa di reposo, cada uno sacó cinco mil libras. El coche no tenía taxímetro; pero todo el que hacía aquel trayecto conocía la tarifa.

Brunetti y las dos mujeres entraron juntos, todavía manifestando la esperanza de que pronto cambiara el viento o que viniera lluvia, comentando que hacía muchos años que no era tan riguroso el verano y preguntando qué pasaría con las cosechas si no llovía pronto.

Él conocía el camino, tenía que subir al tercer piso. Las dos mujeres se quedaron en el segundo, donde estaban los hombres, aunque se fueron en direcciones distintas. En lo alto de la escalera, vio a suor' Immacolata, su monja favorita.

- Buon giorno, dottore -dijo ella con una sonrisa acercándose por el pasillo.
- Buon giorno, hermana- respondió. La veo muy fresca, como si no sintiera el calor.

Ella sonrió, como siempre que él bromeaba sobre la temperatura.
- Ah, ustedes, los del norte, no saben lo que es el calor. Esto no es nada, apenas un soplo de primavera.

Suor' Immacolata era de un pueblo de las montañas de Sicilia y su comunidad la había destinado aquí hacía dos años. En medio de la angustia, la demencia y el sufrimiento que eran su pan de cada día, lo que peor soportaba ella era el frío, pero sus quejas eran siempre irónicas y displicentes, dando a entender que era absurdo hablar de aquellas pequeña mortificación, frente a tanto dolor verdadero. Al verla sonreír, él volvió a reparar en lo bonita que era, con sus ojos castaños almendrados, sus labios suaves y su nariz fina y elegante. Ésta era una de las cosas que Brunetti no comprendía. Él se consideraba un hombre realista y sensual, y en la vocación religiosa sólo podía ver el renunciamiento, no el amor que la inspiraba.

-¿Cómo está?
- Ha pasado buena semana, dottore.

Brunetti sabía que la semana sólo podía haber sido buena por omisión: su madre no había atacado a nadie, no había roto nada ni se había hecho daño a sí misma.

- ¿Come?
- Sí, dottore. El miércoles hasta almorzó con las otras señoras.

Él esperaba que ahora le contara el desastre que ello había provocado, pero suor' Immacolata no dijo nada más.

- ¿Puedo entrar a verla? -preguntó.
- Desde luego. ¿Quiere que entre con usted?

Qué delicia, el tacto de la mujer, qué dulce su caridad.

- Gracias, hermana. Quizá ella se sienta más cómoda si la ve a usted conmigo, por lo menos, al entrar.
- Sí, eso podría mitigar la sorpresa. Una vez se acostumbra a cada persona, todo va bien. Y una vez intuye quién es usted, dottore, está contenta.

Era mentira, Brunetti lo sabía y suor' Immacolata también. Su religión le decía que mentir es pecado y, no obstante, cada semana, ella decía esta mentira a Brunetti o a su hermano. Después, de rodillas, pedía perdón por un pecado que no podía evitar y que sabía que volvería a cometer. En invierno, al acostarse, después de las oraciones, abría la ventana de su celda y quitaba de la cama la única manta con la que se le permitía abrigarse. Pero semana tras semana reincidía en la mentira.

[...] Le parecía que, cada vez que venía a esta casa, hacía lo que suele hacer el que sabe que va a experimentar una brusca impresión física, un pinchazo o una ducha de agua fría: tensar los músculos y concentrarse por completo en resistir el dolor, excluyendo cualquier otra sensación. Sólo que, en lugar de tensar loa músculos del cuerpo, a él le parecía estar tensando los del alma.

Se pararon delante de la puerta de la habitación de su madre, y entonces llegaron los recuerdos, golpeando como furias: comidas alegres, risas, canciones, con la clara voz de soprano de la madre dominando a las demás; su madre, prorrumpiendo en un llanto histérico cuando él le dijo que se casaba con Paola, y luego, la misma noche, entrando en su cuarto a darle la pulsera de oro, el único regalo que le quedaba de su marido, y diciendo que se la diera a Paola, que siempre había sido para la esposa del primogénito.

Con un esfuerzo, Brunetti ahunyentó los recuerdos y sólo vio la puerta blanca y el hábito blanco de suor' Immacolata que habría la puerta y entraba delante de él dejándola abierta.

- Signora -dijo la monja-, signora, su hijo ha venido a verla. -Cruzó la habitación y se inclinó hacia la anciana encorvada que estaba al lado de la ventana-. Qué alegría, ¿verdad? Ha venido su hijo.

Brunetti se había quedado en la puerta. Suor' Immacolatta le hizo una seña con la cabeza y entró, abstiniéndose de cerrar, como era lo obligado.

- Buenos días, dottore -dijo la monja recalcando las sílabas-. Me alegrao de que haya podido venir a ver a su madre. ¿Verdad que tiene buen aspecto?

Él dio unos pasos y se detuvo, manteniendo las manos apartadas del cuerpo.

- Buen di', mamma -dijo-. Soy Guido. Vengo a verte. ¿Cómo estás, mamma? -Le sonreía.

La anciana, sin apartar la mirada de Brunetti, asió el brazo de la monja obligándola a agacharse y cuchicheó al oído.
(págs. 137-140)

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