En actitud recogida y silenciosa, abierta a mil pensamientos miro a la persona que hay delante de mí. Pelo blanco y escaso, peinado de peluquería, deja traslucir una nuca sonrosada y desprotegida. Viste de riguroso gris un abrigo impecable que encaja a la perfección en su menuda figura: se la ve elegante. La muleta, cuidadosamente apoyada en el suelo, incrementa la sensación de fragilidad que pudiera tener de ella. Sin embargo solo un pequeño bolso negro, dejado a un palmo de ella, le acompaña en esta hora funesta. Sigue el rito de la misa y los demás con ella.
Miro a mi madre de reojo, está absorta en la misa; guarda silencio, no cuchichea. A saber qué pensamientos se adueñan de ella. Tal vez esté recordando momentos comunes con la sra. María. Las veces que bajaba, en busca de compañía. Las veces que se quedaba a compartir la comida. Las veces que le encargaba la barra de pan del día. Las veces que en la puerta de la finca a charlar se detenían. O aquella otra vez, en que tras aporrear la puerta, mi madre bajó angustiada y deprisa en busca de Antonia, la otra vecina, que tenía a su vez una llave de la casa de la sra. María. Cuando al subir de nuevo y abrir la puerta el grito en el cielo pusieron ante lo que ellas tenían. "Llamemos a una ambulancia"."Rápidamente, enseguida". Y mientras llega, la abrigan, la sangre le limpian, pues esta en el suelo indefensa, caída. Meses tardó en recuperarse, ya no fue la mísma; aún así, en sus posibilidades, siguió frecuentando a sus dos buenas vecinas. Su casa se le antojaba tremendamente enorme, sepulcralmente vacía.
Se acaba la ceremonia, damos el pésame a su hija y al abrazarla mi madre, serena, a la oreja le explica: "Muchas gracias Vicenta, sé lo qué hiciste por ella y lo mucho que te quería". Apretamos un par de manos, y hacia la salida vamos, en fila india. Oigo el sonido quedo del llanto de mi madre, y mientras la abrazo se justifica diciendome, por si no lo sabía, que la quería mucho, a la sra. María, y eran muchos los recuerdos que de ella tenía. En la propia iglesia Antonia nos alcanza, también viene llorando a lágrima viva: "Es que no era sólo una vecina. Con 92 años y lo bien que se conservaba. ¡Ay que ver! un triste resfriado, y en quince días, se la llevó arriba".
Y mientras volvemos andando a casa en la noche fría, pienso no por última vez en la sra. María y en la gran suerte que tuvo de contar con estas dos buenas vecinas.