Todos hacíamos ese tipo de suposiciones, ¿o no?, sobre todo cuando la delicada realpolitik de la división entre el este y el oeste aumentaba la tensión. Y es cierto que yo experimentaba una estimulante tensión mientras caminaba por las calles de Berlín Oriental: la tensión de encontrarme en un lugar mayormente prohibido, donde la corriente subterránea de la paranoia propia del Estado policial ya era tangible. Berlín Oriental era el monstruo de todas las pesadillas de la guerra fría.
Me dirigí al norte pasando por la sucesión de edificios habsburguianos, antes ornamentados, que albergaban la Universidad Humboldt. Me acerqué a la entrada principal pensando que quizá fuera interesante entrar, tratar de entablar conversación con los estudiantes, palpar la atmósfera en el interior de una universidad del bloque del Este y quizá incluso irme a tomar unas cervezas en una Stube de la zona con algunas de las personas que conociera. Pero cuando estuve más cerca de la puerta, vi que un guardia uniformado pedía la documentación a todos los que entraban en el edificio. Miró hacia mí y, por su expresión, comprendí que me había catalogado de inmediato como occidental y que se estaba preguntando por qué razón me dirigía yo hacia la entrada de una universidad de Alemania Oriental. Le sonreí, esperando que mi expresión le transmitiera que yo mismo me consideraba un turista estúpido, perdido en un lugar equivocado. Di media vuelta rápidamente y puse rumbo otra vez hacia Unter den Linden.
Me encontraba en un área que evidentemente no había sido arrasada por los bombardeos aliados que habían devastado Berlín. El sector occidental de la ciudad, en cambio, había sido destruido más allá de toda reparación. Los escasos edificios antiguos que se conservaban en el oeste (las elegantes fincas en torno a Savignyplatz y unos pocos hoteles de fin de siglo) eran comparables a los dos pasajeros de un jumbo que salen con vida cuando el resto del pasaje se ha matado. La destrucción había sido tan exhaustiva, había arrasado tanto, que se conservaba muy poco del pasado. Tal vez fuera ésa una de las ironías más extrañas de la división de la ciudad en la posguerra. Las potencias occidentales habían recibido los distritos más derruidos y, en colaboración con la nueva República Federal emergente, habían reconstruido la ciudad en una desordenada mezcla de estilos modernos que irradiaba una energía poco convencional. El sector oriental también había sufrido terribles bombardeos, pero muchos de sus distritos habían quedado relativamente intactos, y casi todos los grandes edificios ceremoniales que conducían hacia Alexanderplatz habían logrado sobrevivir. El problema era que el este no disponía de los fondos necesarios para restaurarlos y devolverles su pasado esplendor, y la estética comunista dominante era brutal y se basaba en el uso masivo del hormigón armado.
Así pues, tras la deteriorada majestuosidad de la Universidad Humboldt y la Staatsoper, y después de la extraordinaria visión del Berliner Dom (esa vasta variación de la catedral de San Pablo, con la negra cúpula carbonizada como mudo testigo de las realidades históricas), llegué a un edificio público construido por la República Democrática Alemana, quizá el más horrendo que había visto hasta entonces. Era una achaparrada caja de hormigón extendida sobre varias manzanas, de líneas angulosas y romas, cuyos bloques color ceniza presentaban un desagradable acabado de piedra proyectada. Era un monumento cívico profundamente estalinista, la manifestación más patente del modo en que la jerarquía de ese país veía el mundo. Era el Palast der Republik, la sede del Parlamento y el centro nervioso administrativo del Partido Socialista de los Trabajadores, que siempre ganaba las elecciones legislativas amañadas con un noventa por ciento de los votos emitidos. Estéticamente, el Palacio de la República reflejaba la barbarie visual del Muro, y parecía decir a los transeúntes: «En esta República Popular nadie cree en el poder redentor de la belleza. Tenemos solamente esta visión cruda de la vida, que es dura, cruel y desagradable.»
Un poco más adelante, por Unter den Linden, el bulevar desembocaba en una de las ubicaciones geográficas más importantes de la literatura alemana del siglo XX: Alexanderplatz, donde Alfred Döblin ambientó su famosa novela Berlín Alexanderplatz, de 1929. La obra no sólo pinta un vasto retrato de la mala vida en el auténtico centro físico de Berlín, sino que se mantiene aún hoy como una de las principales novelas aparecidas durante la República de Weimar, aquella edad de oro alemana entre las dos guerras mundiales, cuando el país experimentó una revolución creativa y se afianzó como el gran innovador artístico de su época. Mucho de lo que germinó durante la República de Weimar (las colaboraciones entre Brecht y Weil, los densos Bildungsromans de Thomas Mann o los visionarios largometrajes de la primera época de Fritz Lang) era extremadamente vanguardista y en gran parte llegó a redefinir el paisaje artístico mundial. La llegada del nazismo a finales de los años veinte fue la pesada bota que aplastó ese breve y fugaz interregno de alocada libertad creativa y de relajación de las costumbres. Por las fotografías que había visto, yo sabía que Alexanderplatz había sido en gran parte arrasada durante la última guerra, y que el gobierno de Alemania Oriental había decidido levantar una estructura emblemática (una altísima torre de televisión) en el epicentro de los bombardeos. Pero no estaba preparado para ver la transformación de toda el área en un gueto de edificios altos: desfiladeros de hormigón, tristes bloques de viviendas y locales comerciales desiertos. No había color, ni vegetación, ni el menor atisbo de nada que hiciera de ese paisaje urbano un lugar tolerable y habitable.
Éstas que aqui destaco son algunas de las pompas que conforman la espuma de mi bitácora. Es posible que algunas coincidan con las tuyas. Déjate salpicar y enjabonemos el agua de la vida.
lunes, 14 de julio de 2014
lunes, 7 de julio de 2014
Poema 15 - Pablo Neruda
Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.
Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía
Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.
Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y tan sencillo.
Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.
domingo, 6 de julio de 2014
La analfabeta que era un genio de los números - Jonas Jonasson
1. De una chica en una chabola y del hombre que, una vez muerto, la sacó de allí
En cierto modo, los vaciadores de letrinas del mayor barrio de chabolas de Sudáfrica eran afortunados. Al menos tenían trabajo y un techo bajo el que cobijarse.
En cambio, desde un punto de vista estadístico no tenían futuro. La mayoría moriría joven de tuberculosis, neumonía, disentería, drogas, alcohol o una combinación de todo ello, y pocos podrían celebrar su cincuenta cumpleaños. Entre ellos, el jefe de una de las oficinas de letrinas de Soweto. Pero el pobre estaba envejecido y achacoso. Se había acostumbrado a tomar demasiados analgésicos regándolos con demasiadas cervezas a horas demasiado tempranas de la mañana. En consecuencia, un día se mostró demasiado vehemente ante un representante del departamento de Sanidad de Johannesburgo. ¡Un tipo que se atrevía a levantar la voz! El incidente fue denunciado y llegó al jefe de sección en el ayuntamiento, quien al día siguiente, durante el café de la mañana que solía tomarse con sus empleados, comunicó que había llegado la hora de sustituir al analfabeto del sector B.
Un café matinal de lo más ameno, por cierto, pues también hubo tarta para dar la bienvenida a un nuevo asistente sanitario. Se llamaba Piet du Toit, tenía veintitrés años y acababa de finalizar los estudios.
Él sería quien se haría cargo del problema en Soweto, pues así se había dispuesto en el Ayuntamiento de Johannesburgo. A fin de curtirlos, a los novatos se les asignaban los analfabetos.
Nadie sabía a ciencia cierta si todos los vaciadores de letrinas de Soweto eran realmente analfabetos, pero así los llamaban. En cualquier caso, ninguno de ellos había ido a la escuela. Y todos vivían en chabolas. Y les costaba lo suyo entender lo que se les decía.
Piet du Toit se sentía incómodo. Era su primera incursión entre los salvajes. Precavido, su padre, un marchante de arte, le había procurado un guardaespaldas.
En cuanto puso un pie en la oficina de letrinas, el muchacho de veintitrés años empezó a despotricar contra el hedor, incapaz de contenerse. Al otro lado del escritorio estaba sentado el jefe de letrinas, el que en breve tendría que abandonar su puesto. Y a su lado, una niña que, para estupefacción del asistente sanitario, abrió la boca y replicó que una de las características de la mierda era que, en efecto, olía mal.
Por un instante, Piet du Toit se preguntó si la cría se estaba burlando de él, pero no, eso era imposible.
Lo pasó por alto y fue al grano. Le explicó al jefe de letrinas que debía abandonar su puesto, pues así lo habían decidido en las altas instancias. No obstante, le pagarían tres meses de sueldo si en el plazo de una semana era capaz de seleccionar el mismo número de candidatos para la plaza que iba a quedar vacante.
—Entonces, ¿puedo volver a mi antiguo trabajo de vaciador de letrinas normal y corriente, y así ganarme algún dinero? —preguntó el jefe recién despedido.
—No —contestó Piet du Toit—. No puedes.
Una semana después, el asistente Du Toit y su guardaespaldas volvieron. El jefe despedido estaba sentado tras su escritorio, en teoría por última vez. A su lado se encontraba la misma niña.
—¿Dónde están tus tres candidatos? —preguntó el asistente.
El jefe despedido explicó que, lamentablemente, dos de ellos no podían estar presentes. A uno le habían cortado el cuello en una reyerta la noche anterior. Y respecto al segundo, no sabía decirle dónde se encontraba; posiblemente había sufrido una recaída.
Piet du Toit no quiso saber a qué tipo de recaída se refería. Sólo quería salir de allí cuanto antes.
—¿Y quién es entonces tu tercer candidato? —contestó, airado.
—Pues mire, esta chica que ve aquí. Ya lleva un par de años echándome una mano. Y he de decir que trabaja muy bien.
—¡No pretenderás que contrate a una niña de doce años como jefa de letrinas, maldita sea! —exclamó Piet du Toit.
—Catorce —terció ella—. Y con nueve de experiencia en el puesto.
El hedor era insoportable. Piet du Toit temía que el traje se le quedara impregnado de él.
—¿Ya has empezado a drogarte? —le preguntó.
—No —respondió ella.
—¿Estás embarazada?
—No.
El asistente permaneció unos segundos en silencio. Desde luego, bajo ningún concepto quería volver allí más veces de las estrictamente necesarias.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Nombeko —contestó ella.
—Nombeko ¿qué más?
—Mayeki, o eso creo.
¡Dios mío, ni siquiera sabían su apellido!
—Entonces te daré el puesto. Si eres capaz de mantenerte sobria, claro.
—Lo soy.
—Muy bien. —Y, volviéndose hacia el jefe despedido, añadió—: Dijimos tres mensualidades a cambio de tres candidatos. Es decir, una mensualidad por candidato, a lo que resto una mensualidad por no haber sido capaz de encontrar más que una niña de doce años.
—Catorce —lo corrigió ella.
Piet du Toit se marchó sin despedirse, con el guardaespaldas pisándole los talones.
La niña que acababa de ser nombrada jefa de su propio jefe le agradeció a éste su ayuda y le comunicó que volvía a estar contratado como su mano derecha.
—Pero ¿y Piet du Toit? —inquirió el antiguo jefe.
—Te cambiamos el nombre y ya está. Seguro que ese asistente no sabrá distinguir a un negro de otro.
Eso dijo aquella criatura de catorce años que aparentaba doce.
viernes, 20 de junio de 2014
Página de luz y sombra - Talo
...existen páginas de luz, y páginas de sombra; capítulos de caricias y otros de soledad. Hay inicios de llamas devoradoras y otros de fuego lento pero vivo. Existen párrafos de brisa en la cara... y otros en los que parece que te falta el aliento. Pero es un libro escrito con pasión, amor, siguiendo mi intuición... a veces a costa de la razón. Y como cuando el sol se mete por el horizonte pienso... sea como sea, es bello....
miércoles, 18 de junio de 2014
Trabajos del reino - Yuri Herrera
Él sabía de sangre, y vio que la suya era distinta. Se notaba en el modo en que el hombre llenaba el espacio, sin emergencia y con un aire de saberlo todo, como si estuviera hecho de hilos más finos. Otra sangre. El hombre tomó asiento a una mesa y sus acompañantes trazaron un semicírculo a sus flancos.
Lo admiró a la luz del límite del día que se filtraba por una tronera en la pared. Nunca había tenido a esta gente cerca, pero Lobo estaba seguro de haber mirado antes la escena. En algún lugar estaba definido el respeto que el hombre y los suyos le inspiraban, la súbita sensación de importancia por encontrarse tan cerca de él. Conocía la manera de sentarse, la mirada alta, el brillo. Observó las joyas que le ceñían y entonces supo: era un Rey.
La única vez que Lobo fue al cine vio una película donde aparecía otro hombre así: fuerte, suntuoso, con poder sobre las cosas del mundo. Era un rey, y a su alrededor todo cobraba sentido. Los hombres luchaban por él, las mujeres parían para él; él protegía y regalaba, y cada cual, en el reino, tenía por su gracia un lugar preciso. Pero los que acompañaban a este Rey no eran simples vasallos. Eran la Corte.
Lobo sintió envidia de la mala, y después de la buena, porque de pronto comprendió que este día era el más importante que le había tocado vivir. Jamás antes había estado próximo a uno de los que hacían cuadrar la vida. Ni siquiera había tenido la esperanza. Desde que sus padres lo habían traído de quién sabe dónde para luego abandonarlo a su suerte, la existencia era una cuenta de días de polvo y sol.
Una voz atascada de flemas lo distrajo de mirar al Rey: un briago le ordenaba cantar. Lobo acató, primero sin concentrarse, porque todavía temblaba de la emoción, mas luego, con esa misma, entonó como no sabía que podía hacerlo y sacó del cuerpo las palabras como si las pronunciara por primera vez, como si le ganara el júbilo por haberlas hallado. Sentía a sus espaldas la atención del Rey y percibió que la cantina se silenciaba, la gente ponía los dominós bocabajo en las mesas de lámina para escucharlo. Cantó y el briago exigió Otra, y luego Otra y Otra y Otra, y mientras Lobo cantaba cada vez más inspirado, el briago se ponía más briago. A ratos coreaba las melodías, a ratos lanzaba escupitajos al aserrín o se carcajeaba con el otro borracho que lo acompañaba. Finalmente dijo Ya, y Lobo extendió la mano. El briago pagó y Lobo vio que faltaba. Volvió a extender la mano.
—No hay más, cantorcito, lo que queda es pá echarme otro pisto. Date de santos que te tocó eso.
Lobo estaba acostumbrado. Estas cosas pasaban. Ya se iba a dar la vuelta en seña de Ni modo, cuando escuchó a sus espaldas.
—Páguele al artista.
Lobo se volvió y descubrió que el Rey atenazaba con los ojos al briago. Lo dijo tranquilo. Era una orden sencilla, pero aquel no sabía parar.
— Cuál artista —dijo—, aquí nomás está este infeliz, y ya le pagué.
—No se pase de listo, amigo — endureció la voz el Rey—, páguele y cállese.
El briago se levantó y tambaleó hasta la mesa del Rey. Los suyos se pusieron alerta, pero el Rey se mantuvo impasible. El briago hizo un esfuerzo por enfocarlo y luego dijo:
—A usted lo conozco. He oído lo que dicen.
— ¿Ah sí? ¿Y qué dicen?
El briago se rió. Se rascó una mejilla con torpeza.
—No, si no hablo de sus negocios, eso todo mundo lo sabe... Hablo de lo otro.
Y se volvió a reír.
Al Rey se le oscureció la cara. Echó la cabeza un poco para atrás, se levantó. Hizo una seña a su guardia para que no lo siguiera. Se aproximó al briago y lo agarró del mentón. Aquel quiso revolverse sin éxito. El Rey le acercó su boca a una oreja y dijo:
—Pues no, no creo que hayas oído nada. ¿Y sabes por qué? Porque los difuntos tienen muy mal oído.
Le acercó la pistola como si le palpara las tripas y disparó. Fue un estallido simple, sin importancia. El briago peló los ojos, se quiso detener de una mesa, resbaló y cayó. Un charco de sangre asomó bajo su cuerpo. El Rey se volvió hacia el borracho que lo acompañaba:
—Y usté, ¿también quiere platicarme?
El borracho prendió su sombrero y huyó, haciendo con las manos gesto de No vi nada. El Rey se agachó sobre el cadáver, hurgó en un bolsillo y sacó un fajo de billetes. Separó algunos, se los dio a Lobo y regresó el resto.
— Cóbrese, artista —dijo.
Lobo cogió los billetes sin mirarlos. Observaba fijamente al Rey, se lo bebía. Y siguió mirándolo mientras el Rey hacía una seña a su guardia y abandonaba sin prisas la cantina. Lobo aún se quedó fijo en el vaivén de las puertas. Pensó que desde ahora los calendarios carecían de sentido por una nueva razón: ninguna otra fecha significaba nada, sólo esta, porque, por fin, había topado con su lugar en el mundo; y porque había escuchado mentar un secreto que, carajo, qué ganas tenía de guardar.
viernes, 13 de junio de 2014
Veía; miraba y veía - Manuel M.S.
Veía; miraba y veía lo que le desagradaba y lo que no, y, en contra de su voluntad, más lo desagradable, pues lo que no lo era no llamaba su atención por ser normal y no agitar su espíritu. Y a medida que avanzaba en el tiempo, menos miraba pero oía; oía y escuchaba y de lo que escuchaba, lo que no le gustaba superaba en mucho a lo que podía complacer a su espíritu.
Siempre había escuchado decir, siempre había leído que el paso de los años hace al hombre más comprensivo, más tolerante y por tanto más sabio, pues esas cualidades son hijas de la sabiduría, y deseaba que eso ocurriese, pues siempre había escuchado, siempre había leído y así lo había creído, que la sabiduría conducía a la paz, lo que en su concepción de la vida equivalía a la felicidad.
Pero los años pasaban y él, que se sentía más comprensivo, más tolerante y por lo tanto más sabio, aunque consideraba ese concepto equívoco, veía con frecuencia que la comprensión y la tolerancia no formaban parte de su cotidianidad; y no es porque no lo intentara "Todos hemos sido jóvenes, todos hemos tenido hijos, todos hemos hecho barrabasadas..." Y recordaba. y hurgaba allá, en esa cueva profunda del pasado en un intento de ser hoy el joven de ayer, el padre que como hoy, vivía para sus hijos;y le podía la consciencia del cambio de la sociedad y pensaba "Las penas pasadas ya no son penas, los dolores tampoco; solo queda la pena de las ausencias y aún estas ,las merma el tiempo".
Evocaba los tiempos en los que divertirse era lo prioritario: lo exigía la juventud y lo pedía la dureza de la vida. Salir con la ilusión de encontrarse con la niña que no se le iba del pensamiento, cruzarse con ella, esperar una mirada...un segundo nada más, pero llenarse el alma de la alegría de saber que ella sabía que la había mirado, porque una mirada entonces tenía el valor de una promesa "Te prometo que serás mía, que te quiero para mí y no pararé hasta conseguirlo", y una sonrisa... cuando la mirada se acompañaba de una sonrisa, ellas dos llenaban de ilusión todos los días que transcurrían hasta un nuevo encuentro. El primer encuentro, escuchar su voz por primera vez, el primer contacto de las carnes...Todo tenía la dimensión de lo prístino.
Y evocaba más, y pensaba con tristeza los conocimientos con los que llegan a la adolescencia las criaturas hoy, robándole ese cúmulo de emociones que hacían de las diferentes etapas de la vida una diversidad de experiencias con una consciente intensidad, que hoy no se experimentan. Pero lo que más desazón le producía era la inseguridad, la falta de certeza de tener razón en todas estas apreciaciones. ¿Era la juventud menos educada que antes a pesar de la aparente mejor formación, se había relajado la moralidad en exceso, había más violencia en la sociedad actual, había más libertad o sencillamente lo que existía era un trueque del quito de aquí y pongo allá? Y recordaba cuando la puerta de su casa estaba abierta todo el día y sus padres no se preocupaban de donde estaba su hermano...de su hermana sí. Otros tiempos.
Se consolaba sabiendo que eso había ocurrido siempre. Galdós, pone en boca de algunos de sus personajes, ya mayores, críticas hacía los jóvenes y, existen textos del mundo antiguo donde ocurre igual. Y también le servía de consuelo la generalizada opinión, coincidente con la suya, de la casi totalidad de sus coetáneos. Pero había algo distinto, algo que hablaba de un cambio sustancial; ya no solo era un cambio de atrezo y decorado. Siempre se había admirado a los mayores, eran el modelo; se deseaba poder tener edad para vestir como ellos, tener la libertad de ellos, la responsabilidad de ellos, poseer el conocimiento de ellos. Eso, y es evidente, ha cambiado. Hoy el valor está en la juventud, son los valores de la juventud los que priman, y esos valores ¿Tienen una sustentación sólida, la suficiente entidad como para soportar una sociedad? La desazón estaba instalada y de ninguna manera quería marcharse. Habría que convivir con ella...sabiamente.
sábado, 7 de junio de 2014
Roberto Ferri (1978) - L'ombra della luna
(2012) Olio su tela
Pocas veces había visto cuadros tan inquietantes. El que he elegido, es de los más 'discretos'. Si tenéis curiosidad por acercaros a su obra os aconsejo que visitéis su web personal. http://www.robertoferri.net
Os aseguro que ver su pintura 'os sacudirá'.
lunes, 2 de junio de 2014
Juan Ramón Jiménez - Estoy triste, y mis ojos no lloran
Estoy triste, y mis ojos no lloran
y no quiero los besos de nadie;
mi mirada serena se pierde
en el fondo callado del parque.
¿Para qué he de soñar en amores
si está oscura y lluviosa la tarde
y no vienen suspiros ni aromas
en las rondas tranquilas del aire?
Han sonado las horas dormidas;
está solo el inmenso paisaje;
ya se han ido los lentos rebaños;
flota el humo en los pobres hogares.
Al cerrar mi ventana a la sombra,
una estrena brilló en los cristales;
estoy triste, mis ojos no lloran,
¡ya no quiero los besos de nadie!
Soñaré con mi infancia: es la hora
de los niños dormidos; mi madre
me mecía en su tibio regazo,
al amor de sus ojos radiantes;
y al vibrar la amorosa campana
de la ermita perdida en el valle,
se entreabrían mis ojos rendidos
al misterio sin luz de la tarde...
Es la esquila; ha sonado. La esquila
ha sonado en la paz de los aires;
sus cadencias dan llanto a estos ojos
que no quieren los besos de nadie.
¡Que mis lágrimas corran! Ya hay flores,
ya hay fragancias y cantos; si alguien
ha soñado en mis besos, que venga
de su plácido ensueño a besarme.
Y mis lágrimas corren... No vienen...
¿Quién irá por el triste paisaje?
Sólo suena en el largo silencio
la campana que tocan los ángeles.
y no quiero los besos de nadie;
mi mirada serena se pierde
en el fondo callado del parque.
¿Para qué he de soñar en amores
si está oscura y lluviosa la tarde
y no vienen suspiros ni aromas
en las rondas tranquilas del aire?
Han sonado las horas dormidas;
está solo el inmenso paisaje;
ya se han ido los lentos rebaños;
flota el humo en los pobres hogares.
Al cerrar mi ventana a la sombra,
una estrena brilló en los cristales;
estoy triste, mis ojos no lloran,
¡ya no quiero los besos de nadie!
Soñaré con mi infancia: es la hora
de los niños dormidos; mi madre
me mecía en su tibio regazo,
al amor de sus ojos radiantes;
y al vibrar la amorosa campana
de la ermita perdida en el valle,
se entreabrían mis ojos rendidos
al misterio sin luz de la tarde...
Es la esquila; ha sonado. La esquila
ha sonado en la paz de los aires;
sus cadencias dan llanto a estos ojos
que no quieren los besos de nadie.
¡Que mis lágrimas corran! Ya hay flores,
ya hay fragancias y cantos; si alguien
ha soñado en mis besos, que venga
de su plácido ensueño a besarme.
Y mis lágrimas corren... No vienen...
¿Quién irá por el triste paisaje?
Sólo suena en el largo silencio
la campana que tocan los ángeles.
domingo, 1 de junio de 2014
Consummatum est - César Pérez Gellida
—Todavía no te he hablado de Paco el Rata, ¿verdad? —preguntó Sancho tras pedir otra ronda.
El islandés le miró con incertidumbre y se aclaró la garganta, pero no dijo nada.
—Paco el Rata fue el primer compañero que tuve durante mi etapa de formación. Servicio de noche recorriéndonos uno de los barrios más conflictivos de la ciudad —concretó—. Yo conducía y él fumaba. El muy cabrón apagaba las colillas en la alfombrilla del Seat Málaga antes de arrojarlas por la ventanilla y encender el siguiente cigarrillo. Me torturaba con canciones grabadas en una casete más desgastada que la esclava que llevaba en la muñeca derecha con su nombre grabado. «Te voy a poner un temazo», me advertía. «Micky Chapán, Micky Chapán». Más tarde, descubrí que se refería a Big in Japan, el tema de Alphaville. ¿Lo recuerdas?
—No.
—Es igual. El tipo se retorcía en el coche bailando —explicó entre risas—. Él repetía una y otra vez que era como una catarsis. Paco el Rata, ¡menudo cabronazo! Una catarsis. Cuando terminé aquel año, me marché a San Sebastián con la duda de saber si conocía, o no, el significado de aquella palabra: catarsis. A los pocos meses, abandonó a su mujer y no tardó mucho en dejarse arrastrar por una vida cargada de excesos. Murió solo.
La pronunciación en inglés de Sancho se había deteriorado de forma considerable, y cada minuto que pasaba le costaba más seguir hablando. Ólafur Olafsson, sin embargo, había mantenido la atención durante todo el discurso, pero se preguntaba adónde quería llegar ese pelirrojo con escasa tolerancia al alcohol.
—Voy a decirte algo, comisario Olafsson —manifestó alargando demasiado la efe—. Creo que, en estos momentos, tengo todas las papeletas para terminar mi vida siendo un tipo solitario y amargado como Paco el Rata, y no me sale de los cojones terminar así. No merecemos terminar así. ¿Entiendes? Creo que, incluso, empiezo a tener problemas con la vista. Déjame tus gafas, comisario, que me las pruebo a ver cómo me quedan —solicitó metiendo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta del islandés—. ¡Maldita sea, Ólafur, esta montura de concha de tortuga se dejó de llevar en los sesenta! ¿Pensabas follarte a la agente Kovák con ellas puestas?
Al comisario se le perfiló una breve sonrisa, pero inmediatamente inclinó la cabeza y mudó la expresión.
—De un tiempo a esta parte, me he dado cuenta de que echo de menos ciertas cosas que hacía con Sinéad —indicó como si estuviera confesando una fechoría—. ¿Sabes lo que mejor recuerdo?
—Puedo hacerme una idea...
—No. Bueno..., también, pero no. Ella odiaba secarse el pelo, así que yo me encargaba de hacerlo. Era una práctica habitual de los domingos por la tarde. En ocasiones, puedo sentir el tacto de su pelo húmedo entre mis dedos y volver a oler el aroma afrutado que desprendía.
El comisario mojó sus pensamientos en el bourbon y carraspeó.
—Estás bien jodido, compañero —sentenció el español—. Que te ponga cachondo secar el pelo a tu parienta es un claro síntoma de estar enfermo. Muy muy enfermo.
Durante unos minutos, no hubo diálogo y ambos se dejaron llevar por recuerdos de amargo sabor.
Big in Japan - Alphaville
viernes, 30 de mayo de 2014
jueves, 29 de mayo de 2014
lunes, 26 de mayo de 2014
Cae la noche - Talo
Cae la noche, por un camino de oro y miel, que nos transportan hasta esas míticas islas Cíes, morada de los dioses, refugio de piratas y bastión de vientos y tempestades... y qué mejor que atravesar la ría en la tradicional gamela, hacia un territorio onírico de paz y armonía, nuestro lugar de recreo, tras la diaria batalla. Talo
Aquí estoy con mi pobre cuerpo - Pablo Neruda
Aquí estoy con mi pobre cuerpo frente al crepúsculo
que entinta de oros rojos el cielo de la tarde:
mientras entre la niebla los árboles oscuros
se libertan y salen a danzar por las calles.
Yo no sé por qué estoy aquí, ni cuándo vine
ni por qué la luz roja del sol lo llena todo:
me basta con sentir frente a mi cuerpo triste
la inmensidad de un cielo teñido de oro,
la inmensa rojedad de un sol que ya no existe,
el inmenso cadáver de una tierra ya muerta,
y frente a las astrales luminarias que tiñen el cielo,
la inmensidad de mi alma bajo la tarde inmensa.
sábado, 24 de mayo de 2014
El pasajero y El pintor herido - De Gustave Courbert a J.C. Grange
Daniel Le Guen, el compañero de Emaús de Marsella, le había contado que solo de ver una ilustración de Courbet se sintió enfermo.
—¿Te hablé de Gustave Courbet?
—Claro. Decías que era tu maestro, tu mentor.
—¿En qué sentido?
—No lo sé. Formalmente, tus lienzos no tenían nada que ver con sus obras, pero Courbet es un maestro del autorretrato. Adoraba representarse a sí mismo. No soy un especialista en ese período, pero su autorretrato El desesperado es sin duda uno de los cuadros más famosos del mundo...
Narcisse no respondió. Decenas de autorretratos se exponían en las paredes de su mente. Su memoria cultural funcionaba sin problemas. Durero. Van Gogh. Caravaggio. Degas. Schiele. Opalka... Pero ni una sola imagen de Courbet. Dios mío. Bastaba que ese pintor y su obra se hubieran inmiscuido en su vida personal para que el agujero negro de su enfermedad los absorbiera.
—Ahora recuerdo —continuó Corto—. De todos los autorretratos de Courbet, te obsesionaba El hombre herido.
—¿Cuál es?
—El pintor se representó moribundo, al pie de un árbol, con una mancha de sangre junto al corazón.
—¿Por qué me interesaba ese cuadro en particular?
—Te lo pregunté y me respondiste: «Él y yo hacemos el mismo trabajo».
—¿Te hablé de Gustave Courbet?
—Claro. Decías que era tu maestro, tu mentor.
—¿En qué sentido?
—No lo sé. Formalmente, tus lienzos no tenían nada que ver con sus obras, pero Courbet es un maestro del autorretrato. Adoraba representarse a sí mismo. No soy un especialista en ese período, pero su autorretrato El desesperado es sin duda uno de los cuadros más famosos del mundo...
Narcisse no respondió. Decenas de autorretratos se exponían en las paredes de su mente. Su memoria cultural funcionaba sin problemas. Durero. Van Gogh. Caravaggio. Degas. Schiele. Opalka... Pero ni una sola imagen de Courbet. Dios mío. Bastaba que ese pintor y su obra se hubieran inmiscuido en su vida personal para que el agujero negro de su enfermedad los absorbiera.
—Ahora recuerdo —continuó Corto—. De todos los autorretratos de Courbet, te obsesionaba El hombre herido.
—¿Cuál es?
—El pintor se representó moribundo, al pie de un árbol, con una mancha de sangre junto al corazón.
—¿Por qué me interesaba ese cuadro en particular?
—Te lo pregunté y me respondiste: «Él y yo hacemos el mismo trabajo».
![]() |
Os animo a qué investiguéis la simbiosis entre estos dos cuadros, y su implicación en el desarrollo de la novela. |
martes, 20 de mayo de 2014
Johnny Cash - Hurt
I hurt myself today
to see if I still feel
I focus on the pain
the only thing that’s real
the needle tears a hole
the old familiar sting
try to kill it all away
but I remember everything
what have I become?
my sweetest friend
everyone I know
goes away in the end
and you could have it all
my empire of dirt
I will let you down
I will make you hurt
I wear this crown of thorns
upon my liar’s chair
full of broken thoughts
I cannot repair
beneath the stains of time
the feelings disappear
you are someone else
I am still right here
what have I become?
my sweetest friend
everyone I know
goes away in the end
and you could have it all
my empire of dirt
I will let you down
I will make you hurt
if I could start again
a million miles away
I would keep myself
I would find a way
Rafael Alberti - A Federico García Lorca
A FEDERICO GARCÍA LORCA
Sal tú, bebiendo campos y ciudades,
en largo ciervo de agua convertido,
hacia el mar de las albas claridades,
del martín-pescador mecido nido;
que yo saldré a esperarte, amortecido,
hecho junco, a las altas soledades,
herido por el aire y requerido
por tu voz, sola entre las tempestades.
Deja que escriba, débil junco frío,
mi nombre en esas aguas corredoras,
que el viento llama, solitario, río.
Disuelto ya en tu nieve el nombre mío,
vuélvete a tus montañas trepadoras,
ciervo de espuma, rey del monterío.
domingo, 4 de mayo de 2014
Vívora - Andrzej Sapkowski
Los que regresaron de Afganistán volvieron a sus casas.
Volvieron a unas casas inhóspitas y frías, unas casas que apestaban a ajenidad, mentira y engaño. Volvieron a sus esposas, mujeres extrañas de ojos enfadados y labios apretados, mujeres que callaban significativamente o significativamente atacaban. A esposas que ya no eran esposas, que no estarían ya desde hacía tiempo pero que están, porque esperan un pretexto. Para poder irse con la cabeza alta, justificadas, absueltas de sus pecados y con el sentimiento de la validez de una solución tomada largo tiempo antes.
La sociedad a la que los soldados habían vuelto se comportaba, curiosamente, casi de forma idéntica a las esposas. La sociedad, como las esposas, arrogante y altanera, expulsaba a sus propios polluelos. La sociedad, con el graznido de un loro, repetía la frase propia de las esposas: «Nunca te habría engañado si...». La sociedad creía firmemente que era ella la afectada. La sociedad se había enfadado. Enfadado mortalmente.
De pronto resultó que culpables de todo, de absolutamente todo, eran aquellos muchachos quemados por el sol, con sus ojos de ancianos, que llevaban en el pecho las órdenes del Estandarte Rojo y la Estrella Roja, las medallas al Valor y por Acción Bélica. Muchachos llenos de cicatrices, muchachos ciegos, muchachos sin manos, muchachos con muletas, muchachos en sillas de ruedas. Ellos son culpables de todo y bien les está lo que les ha pasado. Debieran pedir perdón. Debieran disculparse. Debieran jurar que nunca jamás. Y nosotros, la sociedad, rechazaremos esas disculpas y esos descargos suyos, no los perdonaremos. Nosotros los condenaremos. Primero a la picota, luego al olvido.
A aquéllos que sobrevivieron y resistieron les esperaba otro mundo. Había desaparecido, como si fuera un sueño, la estrella roja. En el escudo del estado y en las enseñas militares la había sustituido un águila negra bicéfala y en el cielo nocturno sobre Moscú un enorme anuncio de SONY. Se abrió el Cuerno de Amaltea, las mercancías que antaño fueran suntuosas e inalcanzables, irreales como las ilusiones, se derramaron sobre las estanterías de las tiendas con el ímpetu y el rugido de un vendaval siberiano, la abundancia de los bienes producía lágrimas en los ojos, temblores en las manos y convulsiones en los muslos. Surgió un gigantesco País de los Cuentos, una onírica federación Limono-Naranjera, un universo espectral salido de los anuncios de televisión, un mundo donde la cerveza del Báltico fluye como un Niágara, las mujeres menstrúan en azul, las chocolatinas Snickers calman el hambre de los hombres, los Kinder Sorpresa la de los niños, Whiskas la de los gatos y el champú Head & Shoulders elimina la caspa en todos ellos.
Los ojos de los que sobrevivieron contemplaron todo esto.
De algunos de los que sobrevivieron a Afgán se acordó la guerra. Según unos: una nueva guerra. Según otros: siempre la misma.
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