lunes, 15 de septiembre de 2014

Los tipos duros no leen poesía - Alexis Ravelo

34

(...)
—Vale. Te lo voy a decir una vez, una sola vez, para que lo entiendas. De acuerdo: yo no trabajo para estos dos gilipollas. Mi jefe está bastante más arriba. Pero es que, por encima de mi jefe, hay otro. Y ese es todavía más peligroso que el mío. Tan peligroso que ahora mismo están a punto de desembarcar en el Muelle Deportivo tres mexicanos con los que no te agradaría encontrarte. Tipos muy violentos, ¿me entiendes? De esos que van cargados con cacharras y a los que les importa una mierda utilizarlas contra quien sea. Si me das la llave ahora y te dejas de chorradas, puede ser que yo llegue a tiempo de que se estén quietos. Pero, si no, la Melania, el abogado, tú y hasta yo mismo, nos vamos a acordar del día que nacimos. ¿Lo copias o te hago un mapa, listillo?
Monroy no se esperaba aquello. Podía tratarse de un farol. Pero había algo que le indicaba lo contrario: el temblor, la inquietud que pobló la voz del hombre grande al mencionar a los matones.
—Esto no es una broma —añadió el hombre, apartando una de las sillas y sentándose, obviando ya la posibilidad de cualquier amenaza—. Si les doy algo que los deje contentos, puede ser que escapemos. Si no, estamos todos de mierda hasta el cuello. Así que dime qué coño quieres. ¿Dinero? ¿Un seguro de vida? ¿La promesa de que nadie va a hacerte nada? Porque, como tardes un poco más, eso no voy a poder prometértelo ni yo.
—Solo quiero dos cosas. —Ante el respingo del hombre grande, Monroy se apresuró a aclarar—: No te preocupes. Las dos son sencillitas. La primera, que me digas dónde coño están la Escudero y el abogado.
—¿Y a ti qué más te da?
—Pues la cosa es que no terminamos de zanjar el negocio. No sé a ti, pero a mí no me gusta que me tomen el pelo dos pijos de mierda.
El hombre grande sonrió.
—Están en Mogán. En la villa de Hossman. Y no creo que se muevan de ahí hasta que llegue la criada mañana por la mañana. ¿Satisfecho?
—Sí —dijo Monroy, bebiéndose de un trago lo que le quedaba de cerveza.
—¿Y la otra cosa?
—Eso es todavía más fácil —respondió Monroy, eructando sonoramente—. Un euro.
El hombre grande comprendió y dejó escapar una risita. Se levantó y, rebuscando en su bolsillo, encontró una moneda que dejó sobre la mesa.
—Hay que reconocer que los tienes cuadrados, Eladio —opinó—. Bueno, ¿dónde está la llave?
—Detrás de ti. Tercera estantería a la derecha, dentro del Cuaderno de Nueva York, de...
—De Pepe Hierro —dijo el otro, volviéndose para buscar el libro, mientras Monroy se quedaba boquiabierto.
Al hombre grande no le costó localizar el libro, en la edición de tapas rosadas que conocía tan bien. Sacó de él el llavín, que pendía de un llaverito de plástico en el que estaba inscrito el número 23. Cuando se volvió nuevamente hacia Monroy, aún la boca de este dibujaba una O. Le pareció una reacción divertida, así que pensó que podía permitirse un pequeño alarde de erudición y recitó de memoria:

Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Monroy enarcó las cejas. Luego sonrió.
—Esto no te cuadra.
—¿Por qué no? —dijo el hombre grande.
—Porque tú pareces un tipo duro.
—¿Y?
—Que se supone que los tipos duros no leen poesía.
—Vas a tener que dejar de ver tantas películas americanas, Eladio —dijo el otro, con sincera cordialidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario