lunes, 14 de julio de 2014

El momento en que todo cambió - Douglas Kennedy

Todos hacíamos ese tipo de suposiciones, ¿o no?, sobre todo cuando la delicada realpolitik de la división entre el este y el oeste aumentaba la tensión. Y es cierto que yo experimentaba una estimulante tensión mientras caminaba por las calles de Berlín Oriental: la tensión de encontrarme en un lugar mayormente prohibido, donde la corriente subterránea de la paranoia propia del Estado policial ya era tangible. Berlín Oriental era el monstruo de todas las pesadillas de la guerra fría.
Me dirigí al norte pasando por la sucesión de edificios habsburguianos, antes ornamentados, que albergaban la Universidad Humboldt. Me acerqué a la entrada principal pensando que quizá fuera interesante entrar, tratar de entablar conversación con los estudiantes, palpar la atmósfera en el interior de una universidad del bloque del Este y quizá incluso irme a tomar unas cervezas en una Stube de la zona con algunas de las personas que conociera. Pero cuando estuve más cerca de la puerta, vi que un guardia uniformado pedía la documentación a todos los que entraban en el edificio. Miró hacia mí y, por su expresión, comprendí que me había catalogado de inmediato como occidental y que se estaba preguntando por qué razón me dirigía yo hacia la entrada de una universidad de Alemania Oriental. Le sonreí, esperando que mi expresión le transmitiera que yo mismo me consideraba un turista estúpido, perdido en un lugar equivocado. Di media vuelta rápidamente y puse rumbo otra vez hacia Unter den Linden.
Me encontraba en un área que evidentemente no había sido arrasada por los bombardeos aliados que habían devastado Berlín. El sector occidental de la ciudad, en cambio, había sido destruido más allá de toda reparación. Los escasos edificios antiguos que se conservaban en el oeste (las elegantes fincas en torno a Savignyplatz y unos pocos hoteles de fin de siglo) eran comparables a los dos pasajeros de un jumbo que salen con vida cuando el resto del pasaje se ha matado. La destrucción había sido tan exhaustiva, había arrasado tanto, que se conservaba muy poco del pasado. Tal vez fuera ésa una de las ironías más extrañas de la división de la ciudad en la posguerra. Las potencias occidentales habían recibido los distritos más derruidos y, en colaboración con la nueva República Federal emergente, habían reconstruido la ciudad en una desordenada mezcla de estilos modernos que irradiaba una energía poco convencional. El sector oriental también había sufrido terribles bombardeos, pero muchos de sus distritos habían quedado relativamente intactos, y casi todos los grandes edificios ceremoniales que conducían hacia Alexanderplatz habían logrado sobrevivir. El problema era que el este no disponía de los fondos necesarios para restaurarlos y devolverles su pasado esplendor, y la estética comunista dominante era brutal y se basaba en el uso masivo del hormigón armado.
Así pues, tras la deteriorada majestuosidad de la Universidad Humboldt y la Staatsoper, y después de la extraordinaria visión del Berliner Dom (esa vasta variación de la catedral de San Pablo, con la negra cúpula carbonizada como mudo testigo de las realidades históricas), llegué a un edificio público construido por la República Democrática Alemana, quizá el más horrendo que había visto hasta entonces. Era una achaparrada caja de hormigón extendida sobre varias manzanas, de líneas angulosas y romas, cuyos bloques color ceniza presentaban un desagradable acabado de piedra proyectada. Era un monumento cívico profundamente estalinista, la manifestación más patente del modo en que la jerarquía de ese país veía el mundo. Era el Palast der Republik, la sede del Parlamento y el centro nervioso administrativo del Partido Socialista de los Trabajadores, que siempre ganaba las elecciones legislativas amañadas con un noventa por ciento de los votos emitidos. Estéticamente, el Palacio de la República reflejaba la barbarie visual del Muro, y parecía decir a los transeúntes: «En esta República Popular nadie cree en el poder redentor de la belleza. Tenemos solamente esta visión cruda de la vida, que es dura, cruel y desagradable.»
Un poco más adelante, por Unter den Linden, el bulevar desembocaba en una de las ubicaciones geográficas más importantes de la literatura alemana del siglo XX: Alexanderplatz, donde Alfred Döblin ambientó su famosa novela Berlín Alexanderplatz, de 1929. La obra no sólo pinta un vasto retrato de la mala vida en el auténtico centro físico de Berlín, sino que se mantiene aún hoy como una de las principales novelas aparecidas durante la República de Weimar, aquella edad de oro alemana entre las dos guerras mundiales, cuando el país experimentó una revolución creativa y se afianzó como el gran innovador artístico de su época. Mucho de lo que germinó durante la República de Weimar (las colaboraciones entre Brecht y Weil, los densos Bildungsromans de Thomas Mann o los visionarios largometrajes de la primera época de Fritz Lang) era extremadamente vanguardista y en gran parte llegó a redefinir el paisaje artístico mundial. La llegada del nazismo a finales de los años veinte fue la pesada bota que aplastó ese breve y fugaz interregno de alocada libertad creativa y de relajación de las costumbres. Por las fotografías que había visto, yo sabía que Alexanderplatz había sido en gran parte arrasada durante la última guerra, y que el gobierno de Alemania Oriental había decidido levantar una estructura emblemática (una altísima torre de televisión) en el epicentro de los bombardeos. Pero no estaba preparado para ver la transformación de toda el área en un gueto de edificios altos: desfiladeros de hormigón, tristes bloques de viviendas y locales comerciales desiertos. No había color, ni vegetación, ni el menor atisbo de nada que hiciera de ese paisaje urbano un lugar tolerable y habitable.

No hay comentarios:

Publicar un comentario