domingo, 20 de julio de 2014

Miedo a las aguas oscuras - Russell Craig

Capítulo dos 

   Dos semanas antes de la tormenta

Meliha caminó por la calle pegada al muro, como si el ladrillo rojo la tuviera imantada. Iban tras ella. Iban tras ella y la encontrarían. Siempre encontraban a todo el mundo. Y cuando la encontraran, probablemente la matarían. Quizá no lo harían en ese mismo momento. Quizá ni siquiera de la misma manera que la gente en general entiende por matar. Ellos eran capaces de aniquilar la mente de una persona, destruirle la personalidad y dejar el cuerpo vivo, caminando, respirando. Pero como persona, como ser humano, estaría muerta igualmente.
   Hacía frío. Mucho frío. Y humedad. Y estaba oscuro. Y le dolían los pies. Había caminado desde muy lejos. Pero, por encima de todo, tenía miedo. Tenía miedo de la gente que la seguía porque ya no los veía como personas. En cierto modo, habían conseguido lo que ellos siempre habían querido conseguir, lo que afirmaban poder conseguir, es decir, se habían convertido en algo distinto de un ser humano. Advirtió que ni siquiera pensaba en ellos como individuos, sino como un colectivo, como un único ser. Un ente corporativo.
   Una singularidad.
   Meliha intentó sacarse el miedo del cuerpo. El miedo era una emoción para la que nunca había tenido demasiado tiempo. Había sido una niña lista, valiente y curiosa. Una cría audaz que se enfrentaba al mundo combativamente. Intrépidamente. Benim küçük cesur kaplanim, así era como la llamaba su padre: «Mi valiente y pequeña tigresa». Recordó los tiempos en que se sentaba con él horas y horas para charlar y hacerle preguntas sobre el mundo. Fuera cual fuese la pregunta, siempre le daba una respuesta. Quizá no era «la» respuesta a la pregunta, decía él, pero sí una respuesta al fin y al cabo. Una vez, le había enseñado un pisapapeles de cristal que tenía en su escritorio: un objeto recolectado en sus innumerables viajes y sus largos años de geólogo. Le explicó que las cosas hermosas, como los cristales y las joyas, estaban esparcidas por todo el mundo aguardando a que las encontraran: unas veces enterradas bajo un montón de rocas; otras, tiradas de cualquier forma cerca de la superficie. En ocasiones, le había dicho también, las encontrabas por casualidad. En otras ocasiones, en cambio, tenías que trabajar con ahínco, buscar cuidadosamente o excavar a grandes profundidades, para hallarlas.
   Las respuestas, le había explicado, eran exactamente así: estaban esparcidas por el mundo y nunca resultaban más preciosas que cuando las descubrías por ti mismo.
   Y así había sido como ella había vivido su vida. Había buscado respuestas, había buscado la verdad. Y ahora estaba aquí, en una ciudad desconocida del gélido norte, acosada y perseguida precisamente por las respuestas que había encontrado.
   Meliha estaba en el Speicherstadt de Hamburgo: una ciudad dentro de una ciudad. Los antiguos almacenes de aduanas se alzaban junto a las oscuras aguas del canal. Un foco montado en lo alto de uno de esos almacenes arrojaba un charco de luz sobre los adoquines, donde la lluvia de Hamburgo repiqueteaba con diminutas explosiones plateadas. Ella trató de orientarse. El almacén que buscaba estaba cerca. Si conseguía llegar allí, tal vez no la encontrarían. O al menos, tendría tiempo para pensar cuál debía ser su próximo paso.
   Buscó de nuevo en los bolsillos. No, no llevaba el móvil. Lo había dejado en el café donde había almorzado. Lo había colocado sobre la mesa, lo había encendido y tapado con la servilleta. Después había salido del local.
   Una comprobación más. Absurda. Sabía perfectamente que lo había dejado en el café, pero tuvo que revisar el bolso y los bolsillos una vez más. Para asegurarse.
   Podía ser que los empleados lo hubieran encontrado y guardado por si volvía a reclamarlo. Pero el café estaba en una zona deprimida de Wilhelmsburg, y Meliha creía más probable que alguien se lo hubiera metido en el bolsillo al descubrirlo. Pensó en aquel tipo obeso como un cerdo al que había visto en la mesa contigua, y que no paraba de hacer ruidos desagradables al comer. Aunque no habían sido sus hábitos repulsivos lo que más le había llamado la atención, sino el sofisticado teléfono o agenda electrónica portátil que se había pasado el rato manejando con un estilo mientras se llenaba la boca de comida.
   Tal vez ese hombre se había llevado su móvil. O tal vez otro cliente del café andaba ahora por la ciudad con el teléfono de la muchacha en el bolsillo.
   Que era, justamente, lo que ella quería. Porque cuando se había revisado otra vez los bolsillos, había sido para asegurarse de que el teléfono móvil no seguía allí. Ahora debía de estar en alguna parte, como el mensaje de una botella arrojada al mar.

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