domingo, 4 de mayo de 2014

Vívora - Andrzej Sapkowski


   Los que regresaron de Afganistán volvieron a sus casas.

   Volvieron a unas casas inhóspitas y frías, unas casas que apestaban a ajenidad, mentira y engaño. Volvieron a sus esposas, mujeres extrañas de ojos enfadados y labios apretados, mujeres que callaban significativamente o significativamente atacaban. A esposas que ya no eran esposas, que no estarían ya desde hacía tiempo pero que están, porque esperan un pretexto. Para poder irse con la cabeza alta, justificadas, absueltas de sus pecados y con el sentimiento de la validez de una solución tomada largo tiempo antes.

   La sociedad a la que los soldados habían vuelto se comportaba, curiosamente, casi de forma idéntica a las esposas. La sociedad, como las esposas, arrogante y altanera, expulsaba a sus propios polluelos. La sociedad, con el graznido de un loro, repetía la frase propia de las esposas: «Nunca te habría engañado si...». La sociedad creía firmemente que era ella la afectada. La sociedad se había enfadado. Enfadado mortalmente.

   De pronto resultó que culpables de todo, de absolutamente todo, eran aquellos muchachos quemados por el sol, con sus ojos de ancianos, que llevaban en el pecho las órdenes del Estandarte Rojo y la Estrella Roja, las medallas al Valor y por Acción Bélica. Muchachos llenos de cicatrices, muchachos ciegos, muchachos sin manos, muchachos con muletas, muchachos en sillas de ruedas. Ellos son culpables de todo y bien les está lo que les ha pasado. Debieran pedir perdón. Debieran disculparse. Debieran jurar que nunca jamás. Y nosotros, la sociedad, rechazaremos esas disculpas y esos descargos suyos, no los perdonaremos. Nosotros los condenaremos. Primero a la picota, luego al olvido.

   A aquéllos que sobrevivieron y resistieron les esperaba otro mundo. Había desaparecido, como si fuera un sueño, la estrella roja. En el escudo del estado y en las enseñas militares la había sustituido un águila negra bicéfala y en el cielo nocturno sobre Moscú un enorme anuncio de SONY. Se abrió el Cuerno de Amaltea, las mercancías que antaño fueran suntuosas e inalcanzables, irreales como las ilusiones, se derramaron sobre las estanterías de las tiendas con el ímpetu y el rugido de un vendaval siberiano, la abundancia de los bienes producía lágrimas en los ojos, temblores en las manos y convulsiones en los muslos. Surgió un gigantesco País de los Cuentos, una onírica federación Limono-Naranjera, un universo espectral salido de los anuncios de televisión, un mundo donde la cerveza del Báltico fluye como un Niágara, las mujeres menstrúan en azul, las chocolatinas Snickers calman el hambre de los hombres, los Kinder Sorpresa la de los niños, Whiskas la de los gatos y el champú Head & Shoulders elimina la caspa en todos ellos.
   Los ojos de los que sobrevivieron contemplaron todo esto.

   De algunos de los que sobrevivieron a Afgán se acordó la guerra. Según unos: una nueva guerra. Según otros: siempre la misma.

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