viernes, 28 de enero de 2011

Con Anuncio - Rosa Ribas

'Soy una cobarde'. Llenó el hervidor de agua y dejó que el borboteo del líquido cubriera por un momento las voces en la radio. 'Una cobarde.' Sacó la taza del armario y puso el filtro de cerámica encima. 'Una gallina.' Metió el filtro de papel dentro y echó dos cucharadas colmadas de café. Un chasquido metálico anunció que el agua había alcanzado la temperatura. 'Cobarde, gallina, capitán de la sardina', decía una vocecita burlona que conocía desde los juegos de los agostos de su infancia en Allariz. Vertió el agua lentamente procurando que el café molido no se quedara pegado al filtro. 'Soy una cobarde. Una cobarde, gallina, capitán de la sardina'.
Y saberlo y confesarlo por toda la cocina no conseguía robarle el buen humor de esa mañana. Había dormido mucho. La ventaja de trabajar en un caso menor. Había dormido mucho y no se había levantado con Jan, que a las ocho ya tenía que estar en el Gymnasium.
Justo la hora a la que se había levantado ella, cuando hacía un buen rato que había oído en su duermevela que Jan cerraba con cuidado la puerta al salir para no despertarla. Había dejado tras él una mezcla de olores a gel de ducha, té y tostadas, que había percibido placenteramente desde la cama acompañados de sonidos amortiguados por la puerta cerrada del dormitorio. El agua de las duchas interminables de Jan, con cinco, ¿o eran cuatro?, cambios de temperatura, algo que había aprendido de su padre, un zoólogo fanático del naturismo y de los baños Kneipp. Si ella había aprendido algo al respecto lo había hecho de su madre y su '¿Está calentita el agua, neniña?'. Después eschuchó como hervía el agua para el té.
Antes del viaje de Jan a Australia, esta disparidad era parte de su vida, de sus bromas, a veces de sus discusiones. Ahora no era más que una constatación, un fragmento de la cotidianeidad que habían perdido y no conseguían rehacer. Tras un reencuentro dramático y apasionado -¿qué hubiera pasado si los hubieran pillado en el lavabo de hombres en el aeropuerto?-, tras ese fogonazo llegó el día después, el que nunca sale en las películas, en el que cometieron el error de acordar tácitamente que no se hablaría del asunto.
Ahora, un agujero de silencios y suposiciones amenazaba con romper el tejido de su relación. Por alguna causa, no conseguían repararla. Quizás era más bien su culpa, pensó, porque se había cerrado en banda a todo lo que tuviera que ver con aquel tiempo. Por más que Jan insistiera, no quería ni ver las fotos de Australia. Aquel rechazo visceral que abarcaba todo lo que estaba relacionado con el viaje, su abandono, como ella lo sentía. No soportaba oír hablar de Australia, de la moto, ni del paisaje, y menos aún de la gente que había conocido allí con la que ahora mantenía correspondencia por correo electrónico. Le mencionó una vez que había invitado a un tal Bob y a una tal Judith a visitarlos a Fráncfort. Se obligó a escucharlo con amable atención mientras hablaba de ellos, pero no se pudo contener cuando le contó que planeaba llevarlos a recorrer el país en moto.
-Será sin mí.
Lo había dicho antes de encogerse de hombros, darse media vuelta y dejarlo con la palabra en la boca.
¿Injusto? Sí. Lo sabía. ¿Exagerado? Puede. Pero era una reacción fóbica, se decía, y todas las reacciones fóbicas parecen exageradas. Si no lo fueran, no serían fóbicas. Y de eso ella sabía más que él.
Desde entonces vivían en una especie de estado de excepción. Se trataban mutuamente como si fueran sensibles mecanismos de relojería conectados a una bomba. Evitaban los temas conflictivos, pero con el tiempo todos los temas devinieron problemáticos. Las cuestiones no resueltas contaminan todo cuanto las rodea, pueden asomar de forma intempestiva detrás de un tema en apariencia más inocuo.
Como ese olor a té, que le molestaba. ¿Cómo puede alguien empezar el día con eso?(Págs. 83-85)

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