No obstante, la parálisis producida por este desconcierto estaba destinada a durar poco.Una imperiosa exclamación a sus espaldas le produjo tal sobresalto que estuvo en un tris de volver a caerse.
-¡Baje de ahí ahora mismo, majadero!
Más por el susto que por instinto de conservación o por cálculo, Anthony se dio impulso con los brazos para salvar el muro y huir de quien le interpelaba, y se precipitó de cabeza al jardín.
La tierra de unos arrayanes esponjada para la siembra primaveral amortiguó el golpe. Magullado pero incólume, el inglés gateó hasta refugiarse detrás de un seto. Todo ocurrió con tanta rapidez que, cuando Paquita miró en la dirección de donde provenían el ruido y la voz, sólo alcanzó a ver a un desconocido que asomaba la cabeza y los hombros por encima del muro. Una aparición tan inesperada y el rostro congestionado del hombre asomado al muro le causaron un espanto incrementado por el profundo ensimismamiento en que se hallaba. Lanzó un grito y, sin atender a la llamada del intruso y al ruego de que no diera la alarma, corrió hacia la puerta de la casa. Ésta ya se abría al mayordomo, alertado por el grito de Paquita, salió al jardín empuñando una escopeta de caza. Con la rapidez y la agudeza de un perro de presa bajó la escalera, miró a su alrededor, descubrió al intruso, se llevó la escopeta a la cara y le habría descerrajado un tiro si Paquita no le hubiera detenido con una exclamación.
Sin dejar de apuntarle, el mayordomo ordenó al intruso levantar las manos, a lo que respondió éste que no podía hacerlo sin caerse a la calle. Esta sensata aclaración la hizo mirándo hacia el jardín y la repitió a renglón seguido girando la cabeza, porque también era válida para los mecánicos, que al oír el grito habían abandonado su puesto junto a los automóviles y corrían por la callejuela pistola en mano, instando al intruso a entregarse.
La situación se habría prolongado si de la casa no hubiera salido al cabo de poco el señor duque, acompañado de los tres generales. A una muda interrogación del amo, respondió el mayordomo señalando con el el doble cañón de la escopeta al intruso asomado al muro.
-¡Cáspita! -exclamó el duque al descubrir la insólita figura-. ¿Quién es ese tío y qué hace ahí encima, con medio cuerpo dentro y medio afuera?
-No lo sé, excelencia -repuso el mayordomo-, pero si su excelencia me da permiso, le vuelo la cabeza y luego vemos.
-¡No, no! ¡Nada de escándalos en mi casa, Julián! ¡Y menos hoy! -agregó señalando a los tres generales situados a su espalda.
Con esto la situación volvió a estancarse hasta que, saliendo de su aparente indolencia, el general Franco tomó la iniciativa, se acercó al muro y se dirigió al intruso con su timbre de voz agudo y tajante.
-¡Usted, quienquiera que sea, salte el muro y baje al jardín de inmediato!
-No puedo -respondió el interpelado-. Soy mutilado de guerra, mi general.
-¿Mi general? -exclamó Franco- ¿Acaso sabes quién soy?
-Ojalá no lo supiera, mi general, pero lo sé muy bien. Tuve el honor de combatir a sus órdenes en Larache. Allí fui herido, ascendido, condecorado y retirado del servicio activo. En la actualidad estoy adscrito a la Dirección General de Seguridad. Capitán Coscolluela, siempre a sus órdenes. Y, por favor, diga a los de afuera que no me disparen.
Para no ceder a su colega todo el protagonismo, sonó la voz tonante de Queipo de Llano.
-¡Guardad las armas, so capullos! ¿Queréis que se entere todo Madrid? Y tú, el de la tapia, ¿dónde has dicho que estabas destinado?
-En la Dirección General de Seguridad, mi general, a las órdenes del teniente coronel Marranón -repuso el capitán Coscolluela.
-¡Pues me cago en la leche! ¿Qué os había dicho? El cabrón de Azaña nos ha hecho seguir.
-A ustedes no, mi general -protestó el capitán Coscolluela-. A un inglés.
-¿A un inglés? -dijo Mola-. ¿Un inglés en casa del señor duque de Igualada? ¿Tú nos tomas por tontos?
-De ningún modo, mi general.
-Bueno -dijo Queipo de Llano-, quizá darle el paseo no sea tan mala idea, después de todo. Tanto si nos está vigilando como si ha venido por otro asunto, cuando dé el parte saldremos citados.
Mola meditaba, ceñudo, acariciándose el mentón.
-¿Eso hará, capitán? -preguntó.
-No, mi general. Yo sólo he de informar sobre los movimientos del inglés.
-¿Y quién es ese dichoso inglés? -preguntó Franco-. ¿Un espía?
-No, mi general: es un profesor, o algo por el estilo.
Espectadores del interrogatorio, el duque y Paquita, cada uno por razones distintas, se abstenían de corroborar las afirmaciones del capitán. Desde su escondite, Anthony seguía el desarrollo de aquella farsa que había provocado y en la que participaban todos menos él. Por mucho que la proximidad física de Paquita le nublase el entendimiento, comprendía la imposibilidad de tener una entrevista a solas con ella por el momento y la imperiosa necesidad de abandonar el palacete antes de ser descubierto o de que el capitán Coscolluela convenciese de su existencia real a los generales.
Si conseguía rodear al grupo al amparo del seto, tal vez podría aprovechar la confusión reinante en aquel momento para cruzar el cenador, subir la escalinata y meterse por la puerta de la casa, que el úultimo en salir había dejado entornada. Una vez dentro, con un poco de suerte, podía encontrar la puerta del sótano, donde estaba el cuadro, esconderse allí y esperar a la noche. Entonces saldría al jardín y escalando el muro se pondría a salvo.
El plan era descabellado, pero la primera parte resultó más fácil y afortunada de lo previsto: todos los presentes tenían puesta su atención en el capitán Coscolluela y éste, frente al cual había de recorrer un trecho al descubierto, sólo tenía ojos para su antiguo jefe, que en aquel preciso instante le dirigía una encendida arenga.
-¡Escuchéme bien, capitán! Sea cual sea el cargo administrativo que esté desempeñando, usted sigue siendo un oficial. ¡Un oficial del Ejército español! ¿Me ha entendido? ¿Sí? Pues entonces sabrá a quién debe obedecer y a quién no, y no sólo por la autoridad inherente a nuestra graduación, sino porque una orden contraria a nuestros intereses, por ser indigna, no la debe cumplir un oficial de nuestro glorioso Ejército. ¡España está en peligro, capitán! El movimiento comunista sólo espera una orden de los sóviets para desencadenar la revolución y aniquilar España. ¡Capitán Coscolluela! Un español sólo debe lealtad a España, y los aquí presentes representamos a España.
-¡Desconfíe de las imitaciones! -añadió Queipo de Llano con un ligero tono burlón que mortificó al autor de la arenga -. Y no olvide que cualquier pared se puede convertir en paredón.
Al sonar esta ominosa chanza, Anthony alcanzó la puerta, se coló por la abertura y se encontró en un distribuidor cuadrado del que arrancaba un pasillo. (Págs. 294-298)
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