lunes, 5 de julio de 2010

La Ventana Pintada - José Carlos Somoza

Me contó que un emperador de un país lejano tenía una hija a la que quería complacer. El emperador ordenó entonces a sus mejores ingenieros y artistas la construcción de un fabuloso toro de bronce dorado. El interior de la figura debía ser completamente hueco, y su vientre, recubierto de láminas de oro, estaría perforado algo menos que un cedazo, algo menos que el enrejado de una jaula, pero lo suficiente para que entrara aire, y habría una compuerta en ese vientre, un hueco capaz de recibir el cuerpo de un hombre; y entre las poderosas pezuñas metálicas reposarían varios braseros grandes; y su boca ocultaría el extraño laberinto de una trompeta. Cuando la figura estuvo terminada según sus deseos, el emperador, que era tan cruel como imaginativo, quiso probarla con uno de los artistas que habían ayudado a diseñarla. Encerraron al desdichado en el interior cóncavo del toro y los braseros ardieron hasta que el vientre de metal cegó de blancura cuantos lo contemplaban. Pero los horribles gritos de la víctima que se quemaba viva en su interior emergían transformados en una hermosa coral de tubas, un canto de ángeles desterrados, meláncolico y hechizante. Entonces el emperador invitó a su hija a oír la voz de la estatua sin revelar su terrible secreto, y la ingenua muchacha se deleitó al escuchar aquella sublime melodía de metal. Pasaron muchos años antes de que descubriera, horrorizada, que la música que la hacía llorar de amor y atisbar maravillas imposibles, procedía de los aullidos unánimes de la carne de hombres y mujeres que se carbonizaba en el interior de la figura. Se ignoraba lo que había hecho la hija del emperador cuando supo la verdad, pero era posible imaginar que, pese a todo, el ansia de belleza había extinguido la compasión, y había continuado oyendo al toro de bronce.
   Me contó todo esto y añadió:
   -Es un cuento que no es un cuento. Es parte del secreto.
   -¿De qué forma?
   Yo sabía perfectamente que no podía estorbar sus silencios, que no podía apresurar su respuesta, ni siquiera desearla -como no se puede comenzar a elaborar la intención de querer mirar a un pájaro posado en nuestra ventana pro casualidad, ni el simple deseo de hacerlo, porque hay algo que escapa: si el pájaro no huye, huye su naturaleza, y ya no es él sino su alerta o su precaución, su cuerpo rígido, su sospecha, su imperioso instinto de sobrevivir-, pero a veces los silencios me exasperaban y la espera se me hacía imposible. Lázaro me enseñaba a esperar desobedeciendo mis preguntas. Aquella tarde, por ejemplo, no quiso hablar de nada más, pero en una visita posterior me desveló la metáfora de la historia:
   -Hay una vida que es una figura dorada que canta cosas maravillosas. Hay otra que es un cuerpo torturado que grita de dolor. Son dos vidas muy diferentes, Javier, pero no puedes separarlas: una está dentro de la otra.
   -Pero la vida de la figura dorada es falsa -repliqué-. La verdadera, según tu ejemplo, es la otra, la del hombre torturado.
   -En el fondo, ambas son verdaderas. Lo que ocurre es que existen al mismo tiempo.
   -Te refieres a las dos vidas que mencionabas al otro día, ¿no es cierto? He estado reflexionando sobre el tema y no me percibo viviendo dos vidas distintas... Yo soy siempre el mismo.
   -También lo es el condenado que grita en el interior de la estatua. Nosotros podemos vivir ignorantes, como ocurría al principio con la hija del emperador. Pero una vez que sabemos la verdad, debemos tomar una decisión...
   -¿Qué decisión?
   Se detuvo en su lánguido paseo y me observó fijamente.
   -¿Seguiremos oyendo la música, a pesar de todo? O bien ¿oiremos los gritos? (Págs. 173-175)

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