Mientras barajaba en la cabeza todas estas ideas de exterminio, iba obscurenciendo. Manuel subió a la plaza de Oriente, y de allí siguió por la calle del Arenal.
Estaban asfaltando un trozo de la Puerta del Sol; diez o doce hornillos, puestos en hilera, vomitaban por sus chimeneas un humo espeso y acre. Todavía las luces blancas de los arcos voltaicos no habían iluminado la plaza; las siluetas de unos cuantos hombres que removían la masa de asfalto en las calderas con largos palos, se agitaban diabólicamente ante las bocas inflamadas de los hornillos.
Manuel se acercó a una de las calderas y oyó que le llamaban. Era el Bizco; se hallaba sentado sobre unos adoquines.
-¿Qué hacéis aquí? -le preguntó Manuel.
-Nos han derribado las cuevas de la Montaña -dijo el Bizco-, y hace frío. Y tú, ¿qué? ¿has dejado la casa?
-Sí.
-Anda, siéntate.
Manuel se sentó y se recostó en una barrica de asfalto.
En los escaparates y en los balcones de las casas iban brillando luces; llegaban los tranvías suavemente, como si fueran barcos, con sus faroles amarillos, verdes y rojos; sonaban sus timbres, y corrían por la Puerta del Sol, trazando elegantes círculos. Cruzaban coches, caballos, carros; gritaban vendedores ambulantes en las aceras, había una baraúnda ensordecedora... Al final de una calle, sobre el resplandor cobrizo del crepúsculo, se recortaba la silueta aguda de un campanario.
-Y a Vidal, ¿no lo ves? -preguntó Manuel.
- No. Oye: ¿tú tienes dinero? -dijo el Bizco.
-Veinte o treinta céntimos nada más.
-¿Vamos a por una libreta?
-Bueno.
Compró Manuel un panecillo, que dió al Bizco, y los dos tomaron una copa de aguardiente en una taberna. Anduvieron después correteando por las calles, y a las once, aproximadamente, volvieron a la Puerta del Sol.
Alrededor de las calderas del asfalto se habían amontonado grupos de hombres y de chiquillos astrosos; dormían algunos con la cabeza apoyada en el hornillo, como si fueran a embestir contra él. Los chicos hablaban y gritaban, y se reían de los espectadores que se acercaban con curiosidad a mirarles.
-Dormimos como en campaña -decía uno de los golfos.
-Ahora no vendría mal -agregaba otro- pasarse a dar una vuelta por la Plaza Mayor, a ver si nos daban una libra de jamón.
-Tiene trichina.
-Cuidado con el colchón de muelles -vociferaba uno chato, que andaba con una varita dando en las piernas de los que dormían-. ¡Eh, tú, que estás estropeando las sábanas!
Al lado de Manuel, un chiquillo raquítico, de labios belfos y ojos ribeteados, con uno de los pies envuelto en trapos sucios, lloraba y gimoteaba; Manuel, absorto en sus ideas, no se había fijado en él.
-Pues no berreas tú poco -le dijo al enfermo un muchacho que estaba tendido en el suelo, con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en una piedra.
-Es que me duele mucho.
-Pues, amolarse. Ahórcate.
Manuel creyó oír la voz del Carnicerín, y miró al que hablaba. Con gorra puesta sobre los ojos, no se le veía la cara.
-¿Quién es ése? -preguntó Manuel al Bizco.
-Es el capitán de los de la Montaña: el Intérprete.
-¿Y por qué le habla así a ese chico?
El Bizco se encogió de hombros con un ademán de indiferencia.
-¿Qué te pasa? -le preguntó Manuel al chiquillo.
-Tengo una llaga en un pie -contestó el otro, volviendo a llorar.
-Te callarás -interrumpió el Intérprete, soltando una patada al enfermo, el cual pudo evitar el golpe-. Vete a contar eso a la perra de tu madre... ¡Moler! No se puede dormir aquí.
-Amolarse -gritó Manuel.
-Eso ¿a quién se lo dices? -preguntó el Intérprete, echando la gorra hacia atrás y mostrando su cara brutal de nariz chata y pómulos salientes.
-A ti te lo digo ¡ladrón! ¡cobarde!
El Intérprete se levantó y marchó contra Manuel; éste, en un arrebato de ira, le agarró del cuello con las dos manos, le dió con el talón derecho un golpe en la pierna, le hizo perder el equilibrio y le tumbó en la tierra. Allí le golpeó violentamente. El Intérprete, más forzudo que Manuel, logró levantarse; pero había perdido la fuerza moral, y Manuel estaba enardecido y volvió a tumbarle, e iba a darle con un pedrusco en la cara, cuando una pareja de municipales les separó a puntapiés. El Intérprete se marchó de allí avergonzado.
Se tranquilizó el corro, y fueron, unos tras otros, tendiéndose nuevamente alrededor de la caldera.
Manuel se sentó sobre unos adoquines; la lucha le había hecho olvidar el golpe recibido a la tarde; y se sentía valiente y burlón, y encarándose con los curiosos que contemplaban el corro, unos con risas y otros con lástima, se puso a hablar con ellos.
-Se va a terminar la sesión -les dijo-. Ahora van a dar comienzo los grandes ejercicios de canto. Vamos a empezar a roncar, señores. ¡No se inquieten los señores del público! Tendremos cuidado con las sábanas. Mañana las enviaremos a lavar al río. Ahora es el momento. El que quiera -señalando una piedra- puede aprovecharse de estas almohadas. Son almohadas finas, como las gastan los marqueses de Archipipi. El que no quiera, que se vaya y no moleste. ¡Ea!, señores: si no pagan, llamo a la criada y digo que cierre...
-Pero si a todos estos les pasa lo mismo -dijo uno de los golfos-; cuando duermen van al mesón de la Cuerda. Si todos tienen cara de hambre.
Manuel sentía verbosidad de charlatán. Cuando se cansó se apoyó en un montón de piedras y, con los brazos cruzados, se dispuso a dormir.
Poco después el grupo de curiosos se había dispersado; no quedaban más que un municipal y un señor viejo, que hablaba de los golfos en tono de lástima.
El señor se lamentaba del abandono en que se les dejaba a los chicos, y decía que en otros países se creaban escuelas y asilos y mil cosas. El municipal movía la cabeza en señal de duda. Al último resumió la conversación, diciendo con tono tranquilo de gallego.
-Créame usted a mí: éstos ya no son buenos.
Manuel, al oir aquello, se estremeció; se levantó del suelo donde estaba, salió de la Puerta del Sol y se puso a andar sin dirección ni rumbo.
'¡Éstos ya no son buenos!' La frase le había producido una impresión profunda. ¿Por qué no era bueno él? ¿Por qué? Examinó su vida. Él no era malo, no había hecho daño a nadie. Odiaba al Carnicerín porque le arrebataba su dicha, le imposibilitaba vivir en el rincón donde únicamente encontró algún cariño y alguna protección. Después, contradiciéndose, pensó que quizá era malo y, en ese caso, no tenía más remedio que corregirse y hacerse mejor. (Págs. 290-295)
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