Se produjo una pausa en nuestra conversación... y Gabriel Betteredge se acercó entonces a nosotros desde su retiro junto a la ventana.
-¿Puedo pedirle que me preste atención, señor? -preguntó, dirigiéndose a mí.
-Estoy a su entera disposición -le respondí.
Betteredge cogió entonces su silla y se sentó junto a la mesa. A continuación, sacó su enorme y antigua libreta de cuero y un lápiz semejantes dimensiones. Después de colocarse las lentes, abrió su libreta por una página en blanco y se dirigió una vez más a mí.
-He vivido -me dijo Betteredge mirándome severamente- cerca de cincuenta años al servicio del viejo lord, su padre. Actualmente puedo tener entre los setenta y los ochenta años de edad... no importa exactamente cuántos. Se me reconoce tanta experiencia y conocimiento de la vida como a muchos otros hombres. ¿Y en qué termina todo esto? Termina, señor Ezra Jennings, en un truco de ilusionistas a cargo del señor Franklin Blake y el ayudante de un médico, junto a una botella de láudano y ... ¡ea!, a mi edad, se me concede un cargo importante: ¡el muchacho que tiene que ayudar al mago!
El señor Blake estalló en una carcajada. Yo intenté hablar. Betteredge levantó su mano para indicarnos que no había concluido.
-¡Ni una sola palabra, señor Jennings! -me dijo-. No quiero que me diga usted ni una palabra. Gracias a Dios, aún tengo principios. Si usted ordenase hacer algo que podría haberlo imaginado perfectamente un inquilino del Bedlam,* lo acataría... siempre que la orden partiera de mi señor o mi señora, dependiendo de las circunstancias, y no me importaría mucho. Yo tengo mi propia opinión, la cual, en este caso, coincide con el señor Bruff... ¡del gran señor Bruff! Les ruego recuerden ese detalle -dijo Betteredge elevando la voz y sacudiendo su cabeza ante mí, de manera solemne-. Pero no importa: aparto mi opinión, a pesar de todo. Mi joven señora me dice, por ejemplo, "Haga esto". Y yo le respondo: "Señorita, se hará como usted mande". Aquí estoy, con mi libro y mi lápiz... el lápiz no está tan afilado como yo desearía, pero cuando los cristianos pierden los principios, ¿quién podría esperar que los lápices conservasen las puntas? Ordene usted, señor Jennings. Escribiré sus órdenes en el papel, señor. Pero no estoy dispuesto a responsabilizarme de ellas en absoluto. No soy más que un agente ciego... ¡Un agente ciego! -replicó Betteredge, sintiendo un infinito alivio ante el retrato que acababa de hacer de sí mismo.
-Lamento mucho que no estemos de acuerdo... -comencé a decir.
-¡No me venga con ésas! -interrumpió Betteredge-. No es una cuestión de acuerdos, sino de obediencia. Promulgue usted sus instrucciones, señor... ¡Promulgue usted sus instrucciones!
El señor Blake me hizo una señal para que aprovechara la oportunidad que se me ofrecía. Entonces, yo "promulgué mis instrucciones" tan simple y seriamente como pude.
-Deseo que se reabran ciertas dependencias de la casa -le dije-, y que se amueblen exactamente como estaban amuebladas el año pasado.
Betteredge le dio un preliminar lamido a la imperfecta punta de su lápiz.
-¡Nombre las dependencias, señor Jennings! -dijo altivamente.
-En primer lugar, el vestíbulo interior que conduce a la escalera principal.
-"En primer lugar, el vestíbulo interior" -escribió Betteredge-. Imposible amueblarlo como el año anterior, señor... para comenzar.
-¿Por qué?
-Porque había allí un búho disecado, señor Jennings. Cuando la familia abandonó la casa el año pasado, el búho fue colocado con las demás cosas. y al colocarse con las demás cosas, el búho... reventó.
-Prescindiremos del búho, entonces.
Betteredge tomó nota de la excepción:
-"El vestíbulo interior deberá ser amueblado como el año anterior. Sólo debe excluirse el búho que reventó". Tenga la bondad de continuar, señor Jennings.
-La alfombra deberá colocarse en la escalera tal y como se encontraba entonces.
-"La alfombra deberá colocarse en la escalera tal y como se encontraba entonces". Lamento tener que disgustarle, señor. Pero esto tampoco podrá ser.
-¿Por qué no?
-Porque el hombre que la colocó ha muerto, señor Jennings, y, por más que lo busque, no hay en toda Inglaterra una persona que encaje tan bien los rincones y las esquinas de las alfombras.
-Muy bien. Tendremos que encontrar al mejor que haya en Inglaterra, después de él.
Betteredge volvió a tomar nota y yo continué con mis instrucciones.
-La pequeña sala de la señorita Verinder deberá recolocarse hasta que tenga exactamente el mismo aspecto que tenía el año pasado. También debe hacerse lo mismo en el pasillo que va desde el gabinete hasta el primer rellano, y el segundo pasillo, que va desde el segundo rellano hasta las habitaciones principales. Y otro tanto debe hacerse en el dormitorio que ocupó el señor Franklin Blake durante el mes de junio del año pasado.
El lápiz romo de Betteredge me seguía concienzudamente, palabra por palabra.
-Continúe, señor -me dijo con sardónica gravedad-. Mi lápiz aún puede escribir mucho...
Yo le dije que ya no tenía más instrucciones que darle.
-Señor -me dijo Betteredge-; en ese caso, yo tengo que hacer notar uno o dos detalles.
Abrió su libreta por una nueva página y le aplicó a su inagotable lápiz un nuevo lamido preliminar.
-Quisiera saber -comenzó a decir- si puedo o no lavarme las manos...
-¡Por supuesto que sí! -dijo el señor Blake-. Llamaré al camarero...
-... respecto a ciertas responsabilidades -continuó Betteredge, imperturbablemente dispuesto a no ver en el cuarto a nadie más que a sí mismo y a mí-. Para comenzar, me referiré al gabinete de la señorita Verinder. El año pasado, cuando levantamos la alfombra, señor Jennings, descubrimos allí una sorprendente cantidad de alfileres. ¿Debo hacerme responsable de la operación de volver a colocar los alfileres en su mismo lugar?
-No, desde luego.
Betteredge tomó nota inmediatamente de aquella concesión.
-En cuanto al primer pasillo -añadió-, cuando quitamos los ornamentos de esa parte, sacamos de allí la estatua de un niño desnudo y rollizo... a quien se designaba en el catálogo de la casa con el nombre profano de "Cupido, dios del Amor". El año anterior tenía dos alas en la parte posterior de sus hombros. Pero lo perdí de vista un instante y él perdió una de las alas. ¿Debo hacerme responsable del ala de Cupido?
Yo le hice una nueva concesión y Betteredge volvió a tomar nota.
-En lo que concierne al segundo pasillo -continuó-, como no había nada el año pasado, salvo las puertas de las habitaciones (respecto a las cuales prestaré juramento, si se me exige), estoy muy tranquilo, lo admito. Pero en lo que se refiere a la habitación del señor Franklin (si debe colarse tal y como estaba antes), quiero saber quién deberá responsabilizarse de mantenerla en constante estado de desorden, por más que se arregle constantemente: los pantalones por aquí, las toallas por allí y sus novelas francesas por todas partes... Insisto: ¿quién es responsable de no desordenar el desorden del señor Franklin: él o yo?
El señor Blake declaró que él asumiría con el mayor placer dicha responsabilidad. Betteredge se empeñó en no asumir ninguna solución que se planteara para sus dificultades, a no ser que contara con mi sanción y aprobación. Yo aprobé la proposición del señor Blake y Betteredge registró esta última anotación en su libreta.
-Puede usted visitar la casa cuando lo desee, señor Jennings, a partir de mañana -me dijo, poniéndose de pie-. Me encontrará usted trabajando con las personas que sean necesarias para ayudarme en mi labor. Con el mayor respeto, señor, le ruego que me permita haber pasado por alto el asunto del búho disecado y el del ala de Cupido... y también por haberme permitido lavarme las manos respecto de ciertas responsabilidades, como los alfileres de la alfombra y el desorden del cuarto del señor Franklin. En mi condición de criado, reconozco que le debo a usted estos favores. En mi condición de hombre, considero que tiene usted la cabeza agusanada, y quiero dejar constancia de mi oposición a su experimento, que considero una locura y una trampa. ¡No tema usted, sin embargo, que mis sentimientos de hombre se impongan sobre los deberes del criado! Será usted obedecido, señor... a pesar de los gusanos que tiene usted en la cabeza, será usted obedecido. Y si todo esto concluye con el incendio de la casa, no seré yo quien vaya a buscar a los malditos bomberos, ¡a menos que usted me haga llamar haciendo sonar la campanilla y me lo ordene expresamente!
Con esta afirmación de despedida, me hizo una reverencia y abandonó la habitación.
-¿Cree usted que podemos confiar en él? -le pregunté al señor Blake.
-Por supuesto -me respondió-. Cuando vayamos a la casa, verá usted que no se ha descuidado nada ni se ha olvidado nada. (Págs. 562-567)
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