Después de tomar un café me fui a dar un corto paseo mientras mataba el tiempo de espera que me quedaba. Llegué hasta la plaza de San Jerónimo presidida por una recoleta fuente enfrentada a la fachada principal de la iglesia que da nombre al lugar.
La edificación, del siglo XVII, necesita un buen lavado de cara que deje bien visible el estilo barroco que se esconde tras la degradación ocasionada por el tiempo y la dejadez. La ciudad, que alberga innumerables muestras de arquitecturas reseñables, bien merecería una rigurosa e importante inversión presupuestaria que descubra los tesoros que tenemos y que años de erosión y abandono han ido mermando su antiguo esplendor.
Andaba yo en estas profundas disquisiciones cuando una teta ambulante se cruzó conmigo. Si alguien me hubiera fotografiado en ese momento me habría retratado con la boca caida y los ojos quintuplicados por el asombro que me producía la estampa viva que tenía lugar justo en frente de mí.
Una muchacha joven, andando con mucho desparpajo, llevaba en brazos un bebé de unos pocos meses al que le iba dándo el pecho mientras conversaba tranquilamente por el móvil. Completaba esta imagen un niño de unos tres-cuatro añitos que mantenía su trote atado al cuerpo de la madre por un sutil hilo de inconsciente responsabilidad. Uno se preguntaría cómo la mujer podía atender tantos frentes a la vez: caminar, dar de mamar, hablar por teléfono y vigilar al pequeñín que, en la parte exterior de una acera de menos de un metro de ancho, de la medianamente concurrida y céntrica calle, se acoplaba a su paso.
¿Dónde quedaban aquellos consejos que leía yo primorosamente de buscar un lugar soleado, apacible y tranquilo para amamantar a mi nuevo bebé? En ese sentido, ¿habrán cambiado los consejos de los manuales de entonces para adaptarse a los movilizados tiempos que corren? o es que simplemente como diría nuestro gran Quevedo: ¿"Érase un bebé a una teta pegado"?
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