Fueron los otros quienes primero supieron lo que A. y M. no comprenderían hasta muchos años más tarde. Entraron en el salón cogidos de la mano, sin sonreír, sin mirarse ni mirar al mismo sitio, pero era como si sus cuerpos fluyeran uno en el otro a través del contacto de las manos.
El fuerte contraste que hacía el cabello claro de A., que rodeaba su cara de tez muy pálida, y el pelo moreno de M., que le caía revuelto por la frente y le cubría los ojos negros, desaparecía por obra de aquella corriente sutil que los unía. Entre ellos había un espacio compartido de confines imprecisos en el que nada parecía faltar, en el que flotaba un aire puro y sereno.
A. iba un paso por delante y tiraba débilmente de M., lo que equilibraba su paso y corregía las imperfecciones de su pierna lisiada. Él se dejaba llevar; sus pies no resonaban en el suelo, sus cicatrices quedaban ocultas y seguras dentro de la mano de ella.
Se detuvieron en el umbral de la cocina, a cierta distancia del grupo que formaban las chicas y D.; daban la impresión de no saber dónde estaban, tenían un aire ausente, como si llegaran de un lugar lejano que sólo ellos conocieran. (Pág. 93)
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