domingo, 15 de febrero de 2015

Dorón Benatar: El libro de los nombres muertos - Aída Berliavsky

Dorón, año actual 


EL ritual de todos los días para Dorón Benatar consistía en desperezarse como podía cuando saltaba la alarma del despertador y la radio comenzaba a vomitar sin pudor noticias sobre casos de corrupción urbanística, enfrentamientos entre facciones rivales en esta y la otra parte del mundo, machos despechados con manos ensangrentadas después de haber pasado a navaja a quienes decían amar por encima de todo, y así en un suma y sigue tan caótico que lograba hacer que el joven abandonara la cama rápido en busca de la ducha bajo la que sentir la frescura del nuevo día. El agua sobre el rostro despertaba y fortalecía mejor que nada.
   Una vez limpio y afeitado tomaba un breve y ligero desayuno compuesto por más bien poco, como corresponde a un soltero descuidado, y acababa vistiéndose con lo que encontraba. Esa mañana, Dorón enfundó su cuerpo de treinta y dos años en unos pantalones vaqueros, botas italianas de cordón, jersey azul marino de cuello alto, gorro tejido con el que mantener a raya su abundante mata de pelo castaño oscuro, amplia bufanda que anudó coquetamente a su cuello y un abrigo. No podían faltar sus gafas oscuras, que ocultaban unos ojos azules de mirada profunda y con las que se permitía mirar fijamente sin despertar recelo a las personas con las que se cruzaba y recortar a tijera cada uno de sus gestos y movimientos hasta que desaparecían a su espalda.
   Siempre fue un gran observador, incluso desde niño, y ahora, quizá debido a la deformación profesional producto de su oficio, había convertido esa característica en un entretenido ejercicio con el que mantener despiertos sus sentidos mientras caminaba por las calles de Madrid evitando caer en los soliloquios a los que tan aficionado era y que tan peligrosos resultan si se tiene que ir pendiente de aceras reventadas y zanjas sin señalizar. En su caso lo hacía abiertamente, sin disimulo; no había dado dos pasos cuando ya estaba metido en sus propios pensamientos y hablando solo. Prefería eso que hacer lo que hacen otros chiflados que intentan disimular haciendo como que mantienen conversaciones telefónicas a través del manos libres del móvil. No saben que su cara los delata; si uno se les queda mirando fijamente un instante, bajan la cabeza, desvían la mirada y su tono de voz se reduce hasta caer en el murmullo. Los demás, los que sí hablan por el móvil, ni siquiera se dan cuenta del ridículo que hacen confesando ante todos sus intimidades, máxime cuando la conversación transcurre en un autobús.
   "¿Falta de pudor?", se preguntó. "No, tontería de la buena", se respondió de inmediato.
   Al pasar frente al teatro Alcázar, Dorón se paró atraído por las fotos expuestas en su marquesina, que mostraban escenas de la obra Gorda, de Neil Labute, una áspera crítica a ese mundo que vive obsesionado por el culto al cuerpo y que exige a las mujeres, y ahora también a los hombres, sufrir una extrema delgadez casi cadavérica para que luego esa misma sociedad les acuse de anoréxicos crónicos con el dedo inquisidor. No entendía cómo el hecho de comer, un acto que además de primario era cada día más sugerente, se podía convertir en un drama para muchas personas. Había llegado a la conclusión de que para esos hombres y mujeres la superficialidad prima sobre todo lo demás o bien habían elevado a la categoría de dioses a toda esa legión de popes de la moda que con la boca pequeña decían adorar las curvas femeninas y luego escarnecían sin piedad a quienes ellos consideraban gordos. Eso sí, cuando esos mismos maestros y maestras del hilo y la aguja querían echar un polvo lleno de lujuria, no buscaban a un ser lánguido y escuálido, sino a un cachas de discoteca, se dijo observando al detalle las fotos de la representación.
   "Esos metrosexuales dirán lo que quieran, pero esta gorda apetece y enamora". Ya había caído en uno de sus soliloquios de rigor.
   Detalles como esa marquesina teatral reflejaban para Dorón la personalidad de Madrid, un espectáculo inagotable a cualquier hora del día que le obligaba en ocasiones a pararse embelesado ante un edificio, un escaparate o la barra de un bar repleto de tapas con la misma actitud y disposición que lo hacían los turistas perdidos en los detalles, sobrepasados por la belleza que observan; estos últimos eran fácilmente identificables por su lento caminar, su mirada dirigida al cielo y no al suelo y porque congestionaban la acera con sus paradas improvisadas para fotografiarlo todo.
   "Seguramente son de provincia", pensaba cuando los veía. "Los capitalinos viven inmunizados ante la majestuosidad que proporciona la gran ciudad. Si acaso algún domingo se dejan impresionar observando con atención pausada lo que su mirada no registra a diario por ir siempre con prisas y sin ganas."
   Cuando en un vano intento por excusar su indiferencia escuchaba a alguien recurrir al tópico "tantas veces pasando por aquí y hasta ahora no me había dado cuenta", lo remitía a su cuarto nivel de recuerdo para no contar con él, y si además remataba la faena añadiendo "es que va uno pensando en tantas cosas", lo borraba de un plumazo.
   Para él, Madrid era Sherezade, la ávida mujer del sultán de Las Mil y Una Noches que se salvó de no ser degollada como sus antecesoras gracias a su capacidad para sorprender. Todas las noches contaba al maligno consorte una historia tan interesante que evitaba concluir para mantener el interés por la misma, lo que obligaba al sultán a dejarla con vida en su deseo de escuchar el final día tras día.
   Así era la ciudad para Dorón, una historia interminable cada vez más interesante que no podía ser devorada de un solo bocado.

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