Los hombres lo sabían. Crozier sabía lo que ellos sabían. Ellos sabían que era el diablo lo que estaba ahí fuera en el hielo, y no un oso polar especialmente grande.
El capitán no estaba en desacuerdo con la afirmación de los hombres, a pesar de su absurda cháchara antes, aquella misma noche, tomando brandy con el capitán Fitzjames, pero sabía algo que los hombres no sabían, y era que el diablo que intentaba matarlos a todos en aquel Reino Diabólico no era sólo la cosa blanca y peluda que los asesinaba y se los comía a uno en uno, sino ''todo'' lo que les rodeaba: el frío que no cejaba, el hielo tenso, las tormentas eléctricas, la extraña ausencia de focas y ballenas y aves y morsas y animales terrestres, el incesante encogimiento de la banquisa, los icebergs que se habían abierto camino a través del mar de hielo sólido sin dejar ni un solo fragmento de agua abierta tras ellos, la súbita erupción como un terremoto blanco de crestas de presión, las estrellas danzarinas, las latas de comida mal selladas y ahora convertidas en veneno, los veranos que no llegaban, los pasos que no se abrían..., todo. El monstruo de hielo no era otra cosa que una manifestación más de un diablo que los quería muertos. Y que deseaba que sufrieran.
Crozier tomó otro trago.
Comprendía la motivación del Ártico mejor que la suya propia. Los antiguos griegos tenían razón, pensó Crozier, cuando decían que el clima formaba cinco bandas que rodeaban el disco de la Tierra; cuatro de ellas eran iguales, opuestas y simétricas como tantas cosas griegas, envueltas en torno al mundo como los anillos de una serpiente. Dos eran templadas y hechas para los seres humanos. La banda central, la región ecuatorial, no era adecuada para la vida inteligente..., aunque los griegos estaban equivocados al asumir que no podían vivir allí seres humanos. Sólo que no son humanos civilizados, pensó Crozier, que había visto un poco de África y de las demás zonas ecuatoriales y estaba seguro de que nada de valor podría proceder jamás de ellas. Las dos regiones polares, razonaban los griegos mucho antes de que llegasen a las extensiones árticas y antárticas los exploradores, eran inhumanas en todos los sentidos: inadecuadas incluso para viajar por ellas, y también para residir cualquier período de tiempo.
De modo que ¿por qué, se preguntaba Crozier, una nación como Inglaterra, colocada por la gracia de Dios en una de las dos bandas templadas más amables y verdeantes en las que residía la humanidad, seguía arrojando a sus hombres y sus buques hacia los hielos de los extremos polares norte y sur, adonde hasta los salvajes que vestían de pieles se negaban a ir?
Y más pertinente para la cuestión fundamental: ¿por qué un tal Francis Crozier seguía volviendo a esos terribles lugares una y otra vez, sirviendo a una nación y unos oficiales que nunca habían reconocido sus habilidades y valía como hombre, aunque sabía en lo más hondo de su corazón que algún día moriría en el frío y la oscuridad del Ártico? (págs. 195-197)
El capitán no estaba en desacuerdo con la afirmación de los hombres, a pesar de su absurda cháchara antes, aquella misma noche, tomando brandy con el capitán Fitzjames, pero sabía algo que los hombres no sabían, y era que el diablo que intentaba matarlos a todos en aquel Reino Diabólico no era sólo la cosa blanca y peluda que los asesinaba y se los comía a uno en uno, sino ''todo'' lo que les rodeaba: el frío que no cejaba, el hielo tenso, las tormentas eléctricas, la extraña ausencia de focas y ballenas y aves y morsas y animales terrestres, el incesante encogimiento de la banquisa, los icebergs que se habían abierto camino a través del mar de hielo sólido sin dejar ni un solo fragmento de agua abierta tras ellos, la súbita erupción como un terremoto blanco de crestas de presión, las estrellas danzarinas, las latas de comida mal selladas y ahora convertidas en veneno, los veranos que no llegaban, los pasos que no se abrían..., todo. El monstruo de hielo no era otra cosa que una manifestación más de un diablo que los quería muertos. Y que deseaba que sufrieran.
Crozier tomó otro trago.
Comprendía la motivación del Ártico mejor que la suya propia. Los antiguos griegos tenían razón, pensó Crozier, cuando decían que el clima formaba cinco bandas que rodeaban el disco de la Tierra; cuatro de ellas eran iguales, opuestas y simétricas como tantas cosas griegas, envueltas en torno al mundo como los anillos de una serpiente. Dos eran templadas y hechas para los seres humanos. La banda central, la región ecuatorial, no era adecuada para la vida inteligente..., aunque los griegos estaban equivocados al asumir que no podían vivir allí seres humanos. Sólo que no son humanos civilizados, pensó Crozier, que había visto un poco de África y de las demás zonas ecuatoriales y estaba seguro de que nada de valor podría proceder jamás de ellas. Las dos regiones polares, razonaban los griegos mucho antes de que llegasen a las extensiones árticas y antárticas los exploradores, eran inhumanas en todos los sentidos: inadecuadas incluso para viajar por ellas, y también para residir cualquier período de tiempo.
De modo que ¿por qué, se preguntaba Crozier, una nación como Inglaterra, colocada por la gracia de Dios en una de las dos bandas templadas más amables y verdeantes en las que residía la humanidad, seguía arrojando a sus hombres y sus buques hacia los hielos de los extremos polares norte y sur, adonde hasta los salvajes que vestían de pieles se negaban a ir?
Y más pertinente para la cuestión fundamental: ¿por qué un tal Francis Crozier seguía volviendo a esos terribles lugares una y otra vez, sirviendo a una nación y unos oficiales que nunca habían reconocido sus habilidades y valía como hombre, aunque sabía en lo más hondo de su corazón que algún día moriría en el frío y la oscuridad del Ártico? (págs. 195-197)
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