martes, 1 de abril de 2008

Lu ven acá

El paseo se prevee solitario. La tarde apacible y fresca de un martes laborable a las seis así lo pronostica. Hace tiempo que la pesadez en el ánimo me vence. La brisa marina y un poco de ejercicio sólo pueden sentarme bien. La calle silenciosa únicamente recoge el trino y el lejano rumor del tránsito pausado en la carretera.
La cala limpia, vacía se recrea en sí misma. La bordeo con brío mientras recorro el sendero de suave desnivel. Llego a la punta del pequeño promontorio y allí el mar, inmenso mar, abraza a todo aquel que se quiera dejar abrazar. Abajo, en la explanada de hormigón, un solitario canoso motero reflexiona con los pies colgando mirando al oeste, al declive del sol. No bien le dejo atrás oigo que se pone en movimiento, cuando me decido a mirar ya no está. Continúo el paseo, en toda la playa sólo se alcanza a ver un solista (aquel que toma el sol vestido y tumbado).
En el otro extremo hay dos jóvenes con un bebé en pleno parloteo. No callan cuando paso por su lado. Por último, unos metros más allá, cinco o seis aguerridos jugadores luchan con una pelota de volley separados por una red. No hay mucho fragor.
Al llegar al espigón veo que florece una pequeña multitud paseante que contrasta con la quietud anterior. Allá el viento que siempre azota me trae las voces de un pequeño grupo del Inserso que, obviamente, está pasando unos días en la isla.
- ¿A dónde vas? ¡Qué te vas a matar!
Son las palabras que dirige una de las paseantes a un hombre de cierta edad que va haciendo malabarismos sobre las rocas que protegen el espigón.
- ¡Pero no ves que te vas a caer!
Viendo la inutilidad de sus palabras y anticipando la acción que va ha venir añade:
- ¡Mira que pudiste mear en el autocar y no lo has hecho! ¿Por qué no measte antes?
El buen trote que llevo desde que salí de casa ha propiciado mi acercamiento rápido al lugar. Sorprendida en un primer momento termina por añadir dirigiéndose a mí.
- ¿Verdad que los hombres son muy cabezones?
Le sonrío y le doy la razón.
- Pues la verdad es que sí, pero hay también algunas mujeres qué...
No sabe muy bien cómo interpretar las palabras ante lo cual sonríe también.
Dos o tres metros más adelante, el resto del grupo espera a desagüador. Otra de las mujeres me interpela.
- Perdone,¿ éste camino tiene salida?
- No. Llega hasta aquel faro pequeño y luego hay que volver.
- ¡Ah!
Ciertamente el "camino" hasta el faro se ve muy animado, tanto que, cuesta creer que no tenga salida. Al rato me giro y veo que optaron por volverse atrás. No debieron de ver mucho sentido a continuar sus pasos.
Allí siempre hay alguien practicando footing, es un lugar muy idóneo, el aire, la brisa, el paisaje, la quietud, el camino siempre despejado... Suelen ser mujeres, en su mayoría, con sus MP3 y sus cascos, ropa deportiva y buen calzado. Siempre te las cruzas varias veces en el mismo tramo, tal es su ritmo.
La sensación de llegar al faro siempre es la misma: llegar al fín. No hay más remedio que darle la espalda al sol y volver, pues está orientado al oeste. Allí los ocasos, aunque no por el mar, resultan siempre dignos de ver.
Al regreso la playa está aún más vacía. Hacia la mitad adelanto a un par de mujeres que pasean a sus perros. LLevan las correas en las manos. Los perros, sueltos, se olisquean y corren libres, unos metros adelantados. Ya cuando los alcanzo uno de ellos se me acerca y ajustando su andar me acompaña en mi trote.
-¡Lu, ven acá!
Lu está demasiado entusiasmado como para hacer caso, así que desoyendo la voz de su ama, me sigue algo rezagado. Las llamadas al principio esporádicas aumentan en número y volumen.
-¡Lu ven acá!
Cómo no hay respuesta alguna del can acompañante, la compañera del ama se une a la llamada.
-¡Lucas ven acá!
¡Ajá¡ Se trataba de Lucas... el nombre me hace gracia. Yo también debo de hacerle gracia a Lucas porque me sigue de cerca. Ya he subido la escalera con un sólo escalón de diferencia. Oigo a mis espaldas que la dueña ha echado a correr detras de mi nuevo compañero. Decido pararme para que pueda alcanzarle. Ahí está Lucas, unos metros por delante de mí, olisqueando las matas.
- ¡Gracias! ¡Es un perro cabezota! ¡Le suelto para que corra y mira lo qué hace!
Me dice sofocada, le falta el aliento y las mejillas se le ven arreboladas. Lucas, manso, tras mear se deja coger y regresa sobre sus pasos pues llegó demasiado allá.
Termino de llegar a casa pensando en Lucas, en los del inserso y que en el autocar se podía mear.

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