*** A Centellas se le caen los ojos hacia las bolsas violetas de las ojeras, se le caen las mejillas, la sotabarba, pero en cambio sigue teniendo el cuerpo delgado, y ahora estuchado en un traje caro, tan caro que Carvalho jamás podría adivinar el precio, ni siquiera se atrevería a entrar en una sastrería donde vendieran trajes así.
[...] Hace más de cinco años que su marido la ha dejado. Demasiado tiempo para conservar sentimientos. Antes era diferente. Ahora hay que elegir entre tener sentimientos o ver la televisión. Le contaré un caso personal que tal vez la conforte. A un hombre se le muere su madre. La quiere mucho, pero aquella misma noche dan un partido importante de fútbol, claro, por la televisión. El hombre llorará hasta el comienzo del partido, luego verá el partido, cenará cualquier cosa mientras perjura que está desganado y luego llorará a su madre, intermitentemente, hasta altas horas de la madrugada. Cuando la entierre quedará ligeramente aliviado. La rutina. Por la televisión quizá den ese día una película que le recuerde la infancia. Su madre le dió unas pesetas para que la viera, incluso quizás de espaldas a su padre. Contemplará la película completamente entregado. Le gustará. No le gustará. Y se echará a llorar. Y así, mientras viva.
[...] Al igual que un barco a la deriva, con los motores anegados, el timón roto y el capitán borracho, la Andaluza avanzó por el breve recorrido desde la puerta del despacho de Carvalho hasta la silla de los clientes y se dejó caer; encallada en un escollo.
El hermano pequeño
*** Aquella mujer tenía entre los treinta años y un día y los cuarenta años y una noche. Sobretodo la noche, la noche le pesaba en las ojeras de luto lento, como su caminar de cuerpo presuntamente poderoso, presuntamente porque casi lo oculta con una gabardina de protagonista de película francesa años treinta, un puerto, bruma, Jean Gabin con el ala del sombrero caída sobre los ojos. También podría ser la gabardina de la triste heroína de Milord, en el supuesto caso de que la protagonista de la canción de Piaf fuera una trottoir con gabardina. Carvalho siempre la había imaginado así y se dejó ganar por la recién llegada, le entregó su cansacio de día inútil, sumado a otros días inútiles, destinados a perseguir maridos infieles; pero no ya a la antigua usanza, aquellas persecuciones condicionadas por el amor y los celos, la posesión y el miedo a perder el sentido del destino.
El exhibicionista
*** Llovía. No había luna, las aguas bajaban carretera abajo invitando poco a poco a la navegación, pero un amigo es un amigo y vivir una novela policiaca al estilo Agatha Christie era una tentación para Pepe Carvalho, tan ubicado en la novela negra. Así que se subió a su coche y fue a buscar la otra ladera de la montaña, en la avenida del Tibidabo, donde se alzaba la mansión de la viuda Riutorts, la dama descerebrada. Y allí, en la puerta del jardín, en otros momentos solemne y ahora maltratado por la lluvia y el barro, le esperaba el mayordomo con un gabán sobre el pijama, un paraguas y la lluvia empapándole las zapatillas. No parecía darse cuenta. Había perdido todas las flemas. En el actual estado de ánimo era incapaz de vender una máquina falsificadora de verdad ni a falsificadores profesionales. Esperó Carvalho estar bajo cubierto para hacer las preguntas inteligentes, sabedor como era de que es imposible hacer preguntas inteligentes ni cuando se está nadando, ni cuando se está bajo una lluvia torrencial. El agua es mala consejera de preguntas inteligentes. Pero en cuanto estubo a cubierto en un recibidor que parecía un salón de baile de máscaras modernistas, las preguntas inteligentes se le borraron porque allí le esperaban tres personas, dos hombres y una mujer, más mohínos que unos contrabandistas detenidos por la policía.
El cofre de las tres joyas
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