Por qué le había cortado el cuello? ¿Por qué la mutiló después, dividiéndola en trozos, hirviéndolos, mezclándolos con arroz y dándoselos de comer a Tamagochi? ¿Por qué no sintió ni una pizca de culpabilidad mientras quemó su ropa y sus pertenencias? ¿Por qué, tras repasarlo todo y pensar que nadie lo relacionaría con la desaparición de su madre, sintió ese pequeño placer que se experimenta cuando se hacen bien las cosas?
Sencillamente porque Gabriel Saviela estaba loco.
Tras casi cincuenta y cinco años al lado de su -es un decir- santa madre, algo en su cabeza había hecho clic.
Gabriel, o lo que quedaba de él tras las incontables humillaciones a las que había sido sometido a lo largo de su miserable vida, se había trastocado definitivamente. Estaba sonado y la realidad era algo muy distinto de lo que creía y, sobretodo, de lo que creía que había ocurrido esa misma tarde. De hecho, la realidad era algo sensiblemente diferente a nada que hubiera pasado nunca por el cerebro de Gabriel. No del todo diferente pero casi.
Gabriel había degollado a su madre porque aquella santa mujer -aquel horror de mujer llamada Margarita- se había negado a comerse a Raulito, un periquito con sobrepeso que habitaba una jaula minúscula colgada al lado de una imagen de San Antonio de Padua. "Así se hacen compañía, qué coño", argumentaba la señora en vida.
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