sábado, 14 de noviembre de 2009

Un Barco Cargado de Arroz - Alicia Giménez Barlett

   Cada ciudadano de este país, por muy bajo que sea su nivel cultural, lleva dentro de sí a un gran narrador que, al hablar, utiliza comparaciones, recrea diálogos, incluye pensamientos... un despliegue de estilo que para los interrogatorios resulta fatal. Sin embargo, antes de que pudiera impacientarme, un guardia nos interrumpió. Venía contento, casi sonriente, como un cazador que acaba la jornada con una ristra de perdices colgada del morral. Sus perdices en esta ocasión eran un joven que caminaba junto a él, la cabeza tapada por una capucha de chándal.
   -Inspectora, es un testigo, dice que ha visto lo que pasó. Estaba escondido en un portal.
   No conseguía verle la cara, se replegaba sobre sí mismo como un caracol.
   -Acérquese y descúbrase la cabeza -le ordené.
   -Ni hablar. Si me ven hablar con ustedes, uno de esos tipos vendrá a por mí. Quiero que me declaren 'testigo protegido' y me lleven a un hotel mientras lo cogen.
   Garzón intervino con una risotada llena de potencia y causticidad.
   -¿dónde has visto eso tío, en una película?
   Dió un paso al frente y se disponía a arrancarle la capucha de la cara, cuando se lo impedí tomándolo del brazo.
   -Vamos a ver. No te vamos a llevar a un hotel, pero si quieres nos metemos en un bar y me cuentas lo que sepas, ¿de acuerdo?
   Se quedó quieto, pensando si aquél era un adecuado nivel de protección, y su silencio me dió a entender que había captado cuál era la distancia entre las películas americanas y la realidad nacional.
   -Está bien -accedió.
   El policía que lo había encontrado estaba dispuesto a venir con nosotros, pero Garzón lo mandó seguir con su tarea sin muchas contemplaciones. No fue nada difícil dar con un bar. Era pequeño, cutre, lleno de botellas pringosas en exposición. Debíamos ser los primeros clientes de la mañana. Pedímos café y nos instalamos en la mesa más lejana para no ser oídos por el dueño. Al fin, el monje misterioso se deshizo de la parte superior de su hábito. Ante nuestros ojos apareció un joven enclenque, de cara demacrada, con el pelo cortado a cepillo y teñido de blanco. El pabellón de una de sus orejas estaba adornado por al menos diez aros de plata. Me pareció un ser desarraigado y triste, un pobre perro mestizo débil y abandonado. (Pág. 10-12)

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