Vuelve a ser domingo. Bev Shaw y él están de lleno en una de sus sesiones de Lösung. Uno por uno, él lleva primero a los gatos y luego a los perros: los viejos, los ciegos, los tullidos, los impedidos, los tarados... pero también a los jóvenes, a los sanos: a todos aquellos a los que les ha llegado la hora. Uno por uno Bev los toca, les habla, los acaricia, los consuela y los despacha, y se aparta un poco a contemplar cómo sella él los restos en un sudario de plástico.
Bev y él no cruzan palabra. Él ha aprendido a estas alturas, gracias a ella, a concentrar toda su atención en el animal que van a matar, a darle lo que él ya no tiene dificultad alguna en llamar por su propio nombre: amor.
Sella la última bolsa y se la lleva a la puerta. Veintitrés. Sólo queda el perro joven, el perro que ama la música, el que de haber tenido posibilidad, habría acudido cojeando tras sus camaradas hasta el edificio de la clínica, hasta el teatro de operaciones y la encimera de zinc, donde todavía penden olores intensos, mezclados, incluido uno con el que todavía no se ha topado a lo largo de su vida: el olor del último hálito, el olor suave y efímero del alma liberada del cuerpo.
Lo que el perro jamás llegará a saber (¡ni siquiera de chiripa lo sabría nunca!, se dice él), lo que su olfato no le dirá jamás, es como se puede entrar en lo que parece una habitación normal y corriente y no salir jamás de ella. Algo sucede en el alma del cuerpo, donde brevemente pende en el aire, tetorciéndose y contorsionándose; ahí es donde luego es succionada y desaparece. Lejos está de entender que esa estancia no es una estancia, sino un agujero en el que uno deja atrás la existencia gota a gota. (Págs. 255-256)
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