El camino se adivinaba abierto. Sólo había que echar a andar.
El límpido cielo florecía su sombra animándola a perseguirla, a iniciar el sendero.
La brisa mecida susurraba, era la armónica melodía que trataba de leer al tiempo que miraba la punta de sus botas.
En el calendario era invierno, el termómetro lo desmentía.
Las piedras esparcidas en la orilla se escindían, arrastradas por una ola de voluntad que la empujaba a caminar.
Se regodeó en el paisaje conocido y recordó.
En el viejo tronco hueco le contó su secreto, en la roca traicionera se tropezó -él le consoló-, a la sombra del pino retorcido compartió su bocadillo y fue en el minúsculo embarcadero donde, dormidos, cogieron una insolación. Entre la mullida arena perdieron el reloj, y en las frías duchas salpicaron a bañistas, distraidamente, en plena competición. Más allá, rodeando la escuela náutica, encaraban los paseos al caer la tarde. Era entonces cuando las voladoras marinas gritaban al viento lamentos a los que no prestaban ninguna atención. Escogían entre los yates sus favoritos e imaginaban travesías aviésas y temporales bravíos. Y al subir luego la pequeña rampa llegaban al tramo final, un limpio camino de hormigón entre mares y, como premio, un pequeño faro encalado y verde, muy familiar. La pequeña escalera para subir a lo alto, de fácil acceso, les empujaba como a grumetes a un palo mayor. Desde allí, solos y dueños, callados, imaginaban que siempre, siempre, sería el punto de comunión.
Sí. La sombra empuja, el faro espera, sin cáliz.
El límpido cielo florecía su sombra animándola a perseguirla, a iniciar el sendero.
La brisa mecida susurraba, era la armónica melodía que trataba de leer al tiempo que miraba la punta de sus botas.
En el calendario era invierno, el termómetro lo desmentía.
Las piedras esparcidas en la orilla se escindían, arrastradas por una ola de voluntad que la empujaba a caminar.
Se regodeó en el paisaje conocido y recordó.
En el viejo tronco hueco le contó su secreto, en la roca traicionera se tropezó -él le consoló-, a la sombra del pino retorcido compartió su bocadillo y fue en el minúsculo embarcadero donde, dormidos, cogieron una insolación. Entre la mullida arena perdieron el reloj, y en las frías duchas salpicaron a bañistas, distraidamente, en plena competición. Más allá, rodeando la escuela náutica, encaraban los paseos al caer la tarde. Era entonces cuando las voladoras marinas gritaban al viento lamentos a los que no prestaban ninguna atención. Escogían entre los yates sus favoritos e imaginaban travesías aviésas y temporales bravíos. Y al subir luego la pequeña rampa llegaban al tramo final, un limpio camino de hormigón entre mares y, como premio, un pequeño faro encalado y verde, muy familiar. La pequeña escalera para subir a lo alto, de fácil acceso, les empujaba como a grumetes a un palo mayor. Desde allí, solos y dueños, callados, imaginaban que siempre, siempre, sería el punto de comunión.
Sí. La sombra empuja, el faro espera, sin cáliz.
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