HELMER.- Pero, Nora, ¿qué palabras son ésas?
NORA.- La pura verdad, Torvaldo. Cuando vivía con papá, él me manifestaba todas sus ideas, y yo las seguía. Si tenía otras diferentes, me guardaba muy bien de decirlo, porque no le hubiese gustado. Me llamaba muñequita, y jugaba conmigo exactamente como yo con mis muñecas. Después vine a esta casa contigo...
HELMER.- ¿Qué términos empleas para hablar de nuestro matrimonio...?
NORA.- (Sin inmutarse.) Quiero decir que pasé de manos de papá a las tuyas. Tú me formaste a tu gusto, y yo participaba de él... o así lo fingía..., no lo sé exactamente..., creo que más bien las dos cosas. Cuando ahora miro hacia atrás, me parece que he vivido aquí como una pobre..., al día. He vivido de hacer monerías para divertirte, Torvaldo. Como tú querías. Tú y papá habéis cometido un gran error conmigo: sois culpables de que no haya llegado a ser nunca nada.
HELMER.- ¡Qué injusta y desagradecida eres, Nora! ¿No has sido feliz aquí?
NORA.- No; solamente estaba alegre; y eso es todo. Eras tan bueno conmigo... Pero nuestra casa no ha sido nunca más que un cuarto de jugar. He sido una muñeca grande aquí, como fui muñeca pequeña en casa de papá. Y, a su vez, los niños han sido mis muñecas. Me divertía que jugases conmigo, como a los niños verme jugar con ellos. Eso es todo lo que ha sido nuestro matrimonio, Torvaldo.
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