viernes, 11 de enero de 2008

El Azucarero de Lágrimas

El embeleso que le produjo la espuma inquieta en la lámpara de lava le llevó a un estado de ensoñación. El sillón albergaba sus pies descalzos recogidos bajo la manta y solo el leve crujir de una página de libro rompía el diálogo de la noche. Recuerdos de la niñez volaron prestos y pronto volvió a verse postrada en la cama mientras su abuela despertaba su imaginación entre el sopor de la fiebre.


La abuela era así, si la pillabas de buenas, te contaba unos cuentos larguísimos de pruebas y caballeros, de mucho sufrir, de recompensas reales, con perdices o codornices, en cada fín. Todos, menos uno: El azucarero de lágrimas. Entonces no entendía, como su abuela pretendía entretenerla con una historia tan poco sutil. Sin dragones, sin caballeros, sin almenas, sin marfil.

***


"Cuentan que hace mucho, mucho tiempo, en unas tierras lejanas, vivía una anciana sabia a quien todas las mozas conocían. Desde tierras olvidadas, soleadas o umbrías, ya llegaban en carreta, ya andando, como peregrinas.

Dicen que en su cabaña siempre femenina visita había , y que algún poder debía tener pues más de una nunca hubo a la vez.

De tal modo sucedía que solo al empezar el día el gato que la acompañaba de la recien llegada advertía. Era de negro pelaje y de glaucas pupilas, cuando caía la noche, con las luciérnagas competían. Solo un ronroneo suave daba fe de estar con vida, pero al amanecer del día, era un tímido maullido, quien a la anciana advertía.

Nunca sucedió que no fuera el amor, de ellas, su principal cuita; con honra o deshonor, con o sin villanía. Su viejo silencio acompañaba a las lindas; pues es bien sabido que las mozas, ante semejante sabiduría, sacan todo el provecho a las palabras traídas. Sólo una quieta mirada, y asentimientos continuos, daban alas a las bocas que, por el corazón, morían.

Ella, que de tanto oír, los finales presentía, animaba a sus visitas a tomar, de hierbas, una tacita. Tenía un cuenco precioso, que con luz própia lucía, dicen que por sí sólo valía una pedanía. El azúcar que albergaba siempre húmedo se veía.

Cándidas mujeres, que sólo con desahogarse ya más fuertes se veían, e iban viendo por sí mismas, el remedio de sus cuitas. La calidez de la tisana y las preguntas precisas, empujaban a las doncellas a vislumbrar salidas.

Se cuenta que de allí nunca con tristeza o pesar salían y era en el ocaso cuando el camino devolvían. Al llegar a sus hogares a las preguntas se rendían, les hablaban de la sabia anciana y del azucarero que mágico sería.

Ya, al encontrarse a solas, recordaban en secreto que la humedad del azúcar, no se debía sino a sus lágrimas vertidas.

Y era en verdad un azúcar, de extraordinario sabor, pues aún siendo dulce en esencia tenía algo de salazón."

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