domingo, 1 de julio de 2007

La Hermana - Sándor Márai



Yo llamaba "cita química" a aquel cuarto de hora que tenía un significado secreto-sólo conocido por los dos médicos, la enfermera y yo-, y es que realmente semejaba un especie de cita. Esperaba la hora nocturna como un enamorado espera el momento de encuentro. La simple expectativa de aquel instante aliviaba el dolor y el tedio de las horas previas. Durante el día, cuando tenía más poder que yo, el dolor se me echaba encima con una pasión visceral, como una amante despechada y cruel, amargándome la existencia con refinados tormentos. Me quemaba los dedos, al igual que hacen los verdugos que torturan al preso clavándole agujas candentes bajo las uñas. Pero incluso en los momentos de mayor saña, siempre avizoraba la lejana esperanza de un poder terrenal capaz de esposar durante unas horas al despiadado verdugo. Vivía esperando la noche, y la luz del día se apagaba lentamente en aquella maravillosa espera.

La cita química se iniciaba hacia medianoche. Yo esperaba el momento, alargaba y extendía su llegada, urdía estrategias utilizando a mi favor el tiempo y el dolor. Hacia medianoche, cuando los cientos de desdichados que habitaban aquel enorme edificio se habían sumido en una apatía fatigada y un sueño agitado, yo extendía la mano tanteando y pulsaba el timbre. Seguían entonces unos minutos de expectación. El corazón se me desbocaba, igual que el del enamorado que, agazapado en la oscuridad, aguarda la llegada de su amante secreta. En la habitación sólo permanecía encendida una lámpara de luz azulada. Y la cama, que unos minutos antes había sido un infierno lleno de ascuas de dolor, se transformaba en un tálamo, el escenario de la aventura que se avecinaba...Todo ello tenía algo de excitante que encendía el cuerpo y el alma, pero también algo de indecente e inmoral. Y, en efecto, al cabo de un rato se oía por el pasillo el sonido apagado de pasos recatados, pasos de mujer que se dirigían hacia mi habitación, pasos sigilosos y complices, propios de las mujeres que a altas horas de la noche, se precipitan al lecho de un hombre para llevarle la felicidad, olvido, reconcialiación, consuelo o amor... Y en esos instantes me daba igual en qué forma esos pasos me trajeran la felicidad: como amante que acude a una cita clandestina o como sustancia química. Sin duda aquello tenía todos los ingredientes de una cita: la hora nocturna, la soledad expectante, la cama, el deseo, la penumbra, todos los sufrimientos de la existencia que se diluirían en el tierno abrazo de unos brazos inmateriales. La puerta se abría, casi sin ruido, cómo sólo saben abrirla las mujeres que llegan a horas intempestivas, para dar paso a una de aquellas figuras blancas y negras, sonriente, empuñando una pequeña jeringuilla y hablando en susurros...Era el instante culminante. Era la cita química. ¿Qué significaba para mi todo eso?...La satisfacción de que la ciencia y la solicitud humana eran capaces de imponerse-aunque sólo fuera por unas horas- a los tormentos bestiales de la naturaleza. El presentimiento de que sucedería algo dulce e infinitamente placentero para el cuerpo torturado, que tras el padecimiento llegaría una especie de felicidad, y que no había que temerle aunque estuviera su precio. La seguridad de que una fuerza superior al dolor me sacaría con manos tiernas y seguras de los abismos infernales para colocarme en otra dimensión de la existencia, donde me recibiría una suave música, una paz celestial y una armonía perfectamente estructurada. Era una cita de esperanza y emoción, de felicidad y remordimiento, de todo lo que excita el corazón humano desde el principio de su existencia. Hablábamos en voz baja, la visitante nocturna y yo, que la recibía embargado por la expectación. Ella me ponía la inyección y luego, con voz apagada, casi un suspiro, me deseaba las buenas noches, salía sin hacer ruido y apagaba la luz.

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