lunes, 12 de enero de 2009

Vecinas

En actitud recogida y silenciosa, abierta a mil pensamientos miro a la persona que hay delante de mí. Pelo blanco y escaso, peinado de peluquería, deja traslucir una nuca sonrosada y desprotegida. Viste de riguroso gris un abrigo impecable que encaja a la perfección en su menuda figura: se la ve elegante. La muleta, cuidadosamente apoyada en el suelo, incrementa la sensación de fragilidad que pudiera tener de ella. Sin embargo solo un pequeño bolso negro, dejado a un palmo de ella, le acompaña en esta hora funesta. Sigue el rito de la misa y los demás con ella.

Miro a mi madre de reojo, está absorta en la misa; guarda silencio, no cuchichea. A saber qué pensamientos se adueñan de ella. Tal vez esté recordando momentos comunes con la sra. María. Las veces que bajaba, en busca de compañía. Las veces que se quedaba a compartir la comida. Las veces que le encargaba la barra de pan del día. Las veces que en la puerta de la finca a charlar se detenían. O aquella otra vez, en que tras aporrear la puerta, mi madre bajó angustiada y deprisa en busca de Antonia, la otra vecina, que tenía a su vez una llave de la casa de la sra. María. Cuando al subir de nuevo y abrir la puerta el grito en el cielo pusieron ante lo que ellas tenían. "Llamemos a una ambulancia"."Rápidamente, enseguida". Y mientras llega, la abrigan, la sangre le limpian, pues esta en el suelo indefensa, caída. Meses tardó en recuperarse, ya no fue la mísma; aún así, en sus posibilidades, siguió frecuentando a sus dos buenas vecinas. Su casa se le antojaba tremendamente enorme, sepulcralmente vacía.

Se acaba la ceremonia, damos el pésame a su hija y al abrazarla mi madre, serena, a la oreja le explica: "Muchas gracias Vicenta, sé lo qué hiciste por ella y lo mucho que te quería". Apretamos un par de manos, y hacia la salida vamos, en fila india. Oigo el sonido quedo del llanto de mi madre, y mientras la abrazo se justifica diciendome, por si no lo sabía, que la quería mucho, a la sra. María, y eran muchos los recuerdos que de ella tenía. En la propia iglesia Antonia nos alcanza, también viene llorando a lágrima viva: "Es que no era sólo una vecina. Con 92 años y lo bien que se conservaba. ¡Ay que ver! un triste resfriado, y en quince días, se la llevó arriba".

Y mientras volvemos andando a casa en la noche fría, pienso no por última vez en la sra. María y en la gran suerte que tuvo de contar con estas dos buenas vecinas.


2 comentarios:

  1. No sé si se trata de un dicho local, pero es verdad: a veces un buen vecino llega a ser más importante que un pariente. Los familiares, por muchos que tengas y por bien que te atiendan y se preocupen por tí, quizá estén lejos cuando los necesitas. El vecino está simplemente ahí. Pero es una suerte encontrarlos y más todavía gozar de ellos. Quizá un secreto sea saber ser también un buen vecino.

    Besos.

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  2. En las ciudades, como es el caso, es una suerte aún mayor. He estado sacando cuentas y lo cierto es que estas tres vecinas llevababan 34 años en la misma finca, que al no tener ascensor, multiplica las ocasiones de cruzarse en la escalera. Sea como fuere en este caso la relación de vecindad derivó en una relación de dependencia y amistad. Lo que siempre resulta hermoso.
    1 Bsito

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