Mientras volvía andando a casa meditabundo, mi vanidad le ganó la batalla a mi piedad. No podía sino vanagloriarme en gran manera por la gestión magistral que había llevado a cabo para deshacerme de Bartleby. Magistralmente, digo; y así le debe parecer a cualquier persona imparcial, Lo maravilloso de mi proceder parecía estribar en su perfecta serenidad. No hubo groseras fanfarronadas, ni ningún tipo de bravuconadas, ni coléricas intimidaciones, ni grandes zancadas por la habitación de allá para acá, soltando impetuosas órdenes para que Bartleby se largase rápidamente con sus trastos de mendigo. Nada parecido. Sin pedirle a Bartleby a voz engrito que se marchara -tal y como hubiera hecho un talento inferior-, di por hecho que iba a marcharse; y a partir de esta hipótesis construí todo lo que tenía que decir. Cuanto más pensaba en cómo había actuado, más encantado estaba. Sin embargo, a la mañana siguiente, al despertarme, me surgieron las dudas -de alguna manera, con el sueño, se me habían pasado los humos de la vanidad-. Uno de los momentos más serenos y acertados que tiene un hombre es justo por la mañana, al despertarse. Mi intervención parecía la más sagaz, pero solo en teoría. La dificultad residía en cómo resultaría en la práctica. Haber asumido la marcha de Bartleby fue una idea realmente preciosa; pero, después de todo, esta hipótesis era solo mía y no de Bartleby. El quid era, no si yo había asumido que iba a dejarme, sino más bien si él preferiría hacerlo. Era un hombre de preferencias más que de hipótesis. (págs. 53-54)
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