Era siempre el final anunciado el que se cernía sobre nosotros. Bastaba con abrir los periódicos por la página de internacional o de sucesos. No hacían falta armas nucleares. Nos mataríamos los unos a los otros con un salvajismo prehistórico. No éramos más que dinosaurios, y lo peor es que lo sabíamos.
Mavros no dudó ni un segundo. Por Dris hacía lo que fuera. Había querido a aquel chaval desde que se lo presenté. Estas cosas eran inexplicables. Tanto como lo es la atracción amorosa, que te hace desear a un ser más que a otro. Metería a Dris en un ring. Le haría pegarse. Le haría pensar. Pensar en el puño izquierdo, en el derecho. En estirar el brazo. Le haría hablar. De él, de la madre a la que no había conocido, de Leila. De Toni. Hasta que arreglara cuentas con lo que había hecho por amor y por odio. No se puede vivir con odio. Boxear tampoco. Había ciertas reglas. A menudo injustas. Muy a menudo. Pero respetarlas permitía salvar el pellejo. Y en este jodido mundo, seguir vivo, con todo, era la cosa más bella. (Pág. 260)
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