Cada mañana, a las nueve, nos observamos. Él permanece de pie ante mi escritorio, mirándome fijamente, no a los ojos sino un poco más arriba, justo en medio de la frente. 'Soy un cretino', me dice, aunque no lo expresa con palabras.
Yo, sentado detrás de la mesa de mi despacho, le clavo la mirada en los ojos, ni más arriba ni más abajo: licencias de rango. 'Sé que eres un cretino', le transmito, aunque tampoco pronuncio ni una palabra y es mi mirada la que habla. Mantenemos esta conversación diez meses al año -con la salvedad de los dos meses correspondientes a nuestras vacaciones- cinco días por semana, de lunes a viernes, sin intercambiar palabra alguna. 'Soy un cretino'. 'Sé que eres un cretino'.
A cada comisaria le corresponde cierto porcentaje de fracasados. No vas a tener sólo lumbreras, también has de cargar con algunos zoquetes. Zanasis pertenece a la segunda categoría. Entró en la Academia de Oficiales de Policía, pero dejó los estudios colgados. Le costó Dios y ayuda alcanzar el grado de cabo, y con eso se quedó, sin ambición de progresar. Desde su primer día en Jefatura, se cuidó de dejar bien claro que era un cretino, y yo lo valoré en su justa medida. Su franqueza, en efecto, lo libró de misiones difíciles, noches en vela, redadas policiales, persecuciones. Me lo quedé para el despacho. Algún que otro interrogatorio facilito, archivos, contactos con el forense o el ministerio. No obstante, dadas las deficiencias crónicas del personal y las carreras contrarreloj, él se ocupa de recordarme cada día que es un gilipollas, para que no vaya a encontrarse por error en algún coche patrulla.
Echo un vistazo a mi mesa y no veo el cruasán ni el café. Ésta es su única misión fija: traerme cada mañana el café y el cruasán. Levanto la cabeza y lo miro extrañado.
-¿Qué ha pasado hoy con mi desayuno, Zanasis? ¿Te has olvidado?
Cuando entré en el cuerpo desayunábamos rosquillas de pan y limpiábamos la mesa con la mano para quitar las semillas de sésamo, y al otro lado se sentaba algún Dimos o Meños o Lambros: asesinos, rateros o vulgares carteristas.
Zanasis sonríe.
-Ha llamado el señor director. Quiere verlo enseguida, y he pensado que se lo traería después.
Será por lo del albanés. Había estado merodeando por la casa de la pareja que encontramos asesinada el martes al mediodía. Aunque la puerta de la vivienda llevaba abierta toda la mañana, no había entrado nadie. ¿Quién iba a meterse en una chabola sin enlucir, con una ventana sin postigos y la otra tapada con tablas? Ni los ladrones se dignarían a mirarla. Finalmente, en torno al mediodía, una vecina curiosa que se dio cuenta de que la puerta había estado abierta toda la mañana y de la que no había ninguna señal de vida, entró para echar un vistazo. Tardó una hora en llamarnos porque se desmayó. Cuando llegamos nosotros, dos mujeres seguían tratando de calmarla rociándola con agua, como se hace con los pescados para que mantengan su aspecto fresco.(Págs. 9-10)
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