-¡Pche! ¡Cállate! -le ordenó Dario-. ¡Pche! -repitió. Para expresar desprecio en los momentos de emoción, cuando olvidaba los buenos modales, soltaba aquel bufido de gato salvaje-. Pero ¿sabes lo que estás diciendo? ¡Muérete de hambre, como yo, con una mujer y un hijo en los brazos! ¡Sabiéndote abandonado, sabiéndote solo, sin nadie para ocuparse de los tuyos si mueres, sin familia, sin amigos, sospechoso ante todos, extranjero! Cuando hayas visto morir a tu primer hijo casi de hambre, cuando tengas otra miserable boca que alimentar (¡la tuya, Daniel), cuando hayas pasado semanas pegado a la ventana esperando pacientes que no vienen, cuando te hayas arrastrado de Belleville a Saint-Ouen para pedir lo que te deben sin conseguir un céntimo, cuando tus vecinos te llamen sucio extranjero, meteco y charlatán sin que hayas hecho nada para merecerlo, entonces podrás hablar de dinero y éxito con conocimiento de causa. Y si entonces dices 'No necesito dinero', te respetaré, porque sabrás de qué tentación hablas. Pero hasta entonces, ¡cállate! ¡Sólo un hombre tiene derecho a juzgar a otro hombre!
-No hablamos el mismo idioma -murmuró Daniel-. Apenas somos de la misma raza.
-Yo también creía que no era de la misma raza que mi padre, sino de otra infinitamente superior. Tú me has enseñado lo contrario. Son cuestiones que sólo el tiempo puede ayudar a resolver.
Darío se acercó y le besó la frente con suavidad, sin que pareciera advertir el estremecimiento de su hijo. Con firme ternura, lo obligó a tomarse el somnífero y se marchó con sigilo, como había llegado. (Pág. 202)
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