martes, 24 de marzo de 2009

La Llave del Abismo - José Carlos Somoza

El Gran Tren. Poderoso, inmenso, hecho de cristal y acero. Dos niveles por sección -superior e inferior-, catorce grandes secciones, más de cincuenta pasajeros en cada una. Los engranajes de las ruedas soltando bufidos bajo el peso descomunal, azotando con chorros de centellas los costados de la vía. Olor a vidrio y metal calientes. Hermoso y pavoroso. Caminar por su interior, con su techo alto, sus lámparas araña y sus molduras, los gruesos y ornamentados marcos de los espejos y las paredes forradas de piel o cristal pintado, era pensar que el mundo aún guardaba ciertos tesoros, espectáculos colosales realizados por la mano del hombre. Pero también, de algún modo extraño que Daniel kean no acertaba a comprender, uno se sentía en sus manos cuando recorría sus pasillos. Esa vibración en el centro del pecho y ese golpe de mazo bajo los pies hacían saber que a partir de ese momento se pertenecía a él. No se podía evitar, se fuera pasajero o empleado, aquella sensación de pequeñez, de percibirse como un simple átomo de carne y sangre en el vientre de la suprema tecnología.
A Daniel le gustaba sentirse así, y sospechaba que al resto de sus compañeros también. Si se trabajaba en el Gran Tren, el Gran Tren protegía, y eso era bueno.
Su tarea consistía en ayudar al subalterno primero de la sección cuarta. Por comodiad, se habían repartido el trabajo y a Daniel solo le correspondía el nivel superior. Pero el vestuario con los uniformes se hallaba en la última sección, la número catorce, de modo que Daniel se dirigió allí nada más entrar, se desnudó, se puso la doble pieza gris fruncida en los los bordes y estampada con el símbolo de la compañía (una flor oscura), calzó las altas sandalias reglamentarias, conectó a su oído izquierdo el auricular por donde recibiría las órdenes de su jefa de sección y volvió a peinarse de manera que su largo cabello cayera por ambos hombros, tanto para cubrir el auricular como para parecer "elegante" según los cánones de la compañía. Cuando el tren salió de la estación, Daniel, ya vestido con el traje de subalterno, empezó a avanzar por los niveles superiores en dirección a la sección cuarta, saludando a los compañeros ya incorporados y sonriendo a los pasajeros que lo miraban.
Entonces, al llegar a la sección séptima, se fijó en klaus Siegel.
Había unos treinta pasajeros en el nivel superior de aquella sección; el asiento de Klaus quedaba a la derecha de Daniel, junto a la puerta, de modo que fue el primero que Daniel vio al entrar. Pero Daniel nunca se hubiese fijado en Klaus de no haber sido por las señas que éste hacía al subalterno de la sección. En vez de pulsar el botón de aviso de su asiento o llamarlo en voz alta, klaus se limitaba a alzar la mano; al hallarse de espaldas, el subalterno no se había percatado.
Daniel hubiese podido optar por llamar él mismo a su compañero (o compañera, no podía estar seguro: ni los uniformes ni, por supuesto, los cuerpos diferenciaban a las personas por detrás), pero decidió que no perdería el tiempo en saber lo que deseaba aquel pasajero. Siempre era posible pasar el encargo a otro en cualquier momento.
Mostró su mejor sonrisa de subalterno y se inclinó con delicadeza.
_ Buenos días, me llamo Daniel kean y pertenezco a la sección cuarta. ¿Puedo ayudarle en algo?
El joven lo miró. Se hallaba junto al cristal de la ventana. Tras él, el remolino de lluvia se retorcía sobre el cristal cada vez que el tren pasaba junto a las luces de la vía. En el interior todo era calma y silencio: afuera, todo estallaba entre el vértigo y el clamor.
_ Sí, tú mismo servirás -dijo el joven asintiendo lentamente. (págs. 18-20)

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