La vida interior de los vagones lo reunía todo: dormitorio, comedor, cocina, aves de corral, montones de leña, retretes, cama de los enfermos y sobretodo cuando se trataba de familias numerosas, toda esta vida recluída se desarrollaba en aquel diminuto espacio vital, en continuo movimiento desde la mañana hasta la noche. En aquellos lugares, no podía anidar el amor, que gusta siempre de la soledad. No favorece el amor el tintineo de la vajilla, el llanto de los niños, la nerviosa disputa de terceras personas. El amor fue expulsado al aire libre de aquellas zahurdas humanas, representando al "aire libre" los campos de carriles amplios que se extendían más allá de la estación; los alaridos de los trenes y la atmósfera cargada con el estrépito de las maniobras de los vagones de carga, el vaho que expelían los silbidos de las locomotoras y el fino polvillo de carbón que caía del cielo. Sin embargo, todo ello no podía impedir la feliz soledad compartida de los enamorados, que se paseaban interminablemente a lo largo de la vía, donde, por lo menos, las palabras podían abrazarse y enlazarse íntimamente.
Un hombre y una mujer, al salir de paseo, parecía que llevasen en la espalda un rótulo con esta inscripción: "Nosotros somos una pareja de enamorados. ¡Hagan el favor de no estorbarnos!".
Y las parejas que se paseaban por allí, respetaban tácita y mutuamente la advertencia de aquellos rótulos invisibles. Saludaban a los conocidos sólo con unos mudos signos de cabeza al pasar a su lado, como si se estuvieran paseando por unos jardines encantados. Aquellas sombras dobles se multiplicaban sobre todo hacia la caída de la noche, apareciendo y sumergiéndose en el aura luminosa de los faroles lejanos, aunque lloviese o soplase el viento, pues el tiempo no les estorbaba para nada. Parecía que el corazón humano fuese una planta extraña, capaz de arraigar hasta entre las piedras, agarrando y enlazándose fuertemente a otro corazón. (págs. 151-152)
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