domingo, 31 de agosto de 2014

Sólo los muertos - Alexis Ravelo

24

***

Sarito insistió tanto y el caldo de papas olía tan bien que Monroy no pudo resistirse a la invitación. Almorzaron los tres, los dos ancianos y él, en el comedor, con profusión de bromas y queso tierno recién traído de Fuerteventura por el hijo de Paco Nieves, que iba allá por negocios dos veces a la semana.
El ex marinero terminaba ahora la segunda taza de arroz con leche, con un aire de fruición que ponía en su semblante la expresión de un niño.
—Ay, cómo me gusta verte comer, querido —dijo Sarito, poniéndole una mano en el hombro—. Si quieres más, hay más, ¿eh?
Monroy la miró con pánico.
—Sarito, me vas a reventar... Si ya estoy embostado...
Paco Nieves rió todo lo estruendosamente que sus pulmones se lo permitieron.
—Pero, mi niño, si no has comido nada... —insistió Sarito—. Ese cuerpo lo tienes que llenar...
—Sarito, te lo juro: no me cabe ya ni una peladilla.
Ella enarboló una sonrisa mientras se levantaba.
—Bueno, un cafecito sí —propuso.
—Ah. Eso sí.
Sarito fue a poner la cafetera al fuego.
—Mira que es exagerada esta mujer —dijo Paco Nieves, aún sonriente—. Si la dejas, te pone como al que hacía de Perry Mason.
Monroy mostró su acuerdo con un bufido y un gesto de la cabeza.
—Bueno, ahora que se fue para allá. ¿Qué es lo que te hace falta? ¿Tienes algún apuro de perras?
—No. De dinero voy bien. No te preocupes. Pero a lo mejor necesito borrarme del mapa unos cuantos días.
—Y te hace falta un sitio tranquilo...
—Lo cogiste rápido.
—Déjame pensar —dijo el viejo, cogiendo el teléfono inalámbrico que estaba en el aparador junto a él y quedándose con el aparato en la mano mientras repasaba en voz alta las posibilidades—. Mira... Ahora mismo tengo un apartamento libre en Maspalomas... Pero aquello es un agujero... ¿Qué te parece —añadió tras una pausa— si te vas para Teror? La casa está cuidadita. Tiene teléfono y la Internet ésa y todo...
—Hombre, me vendría de miedo. Pero ¿esa casa no la tiene tu hijo?
—Ellos sólo van de vez en cuando, los fines de semana.
—Ya. Lo que pasa es que yo no sé cuándo voy a ir ni cuánto tendré que quedarme. Fíjate, ni siquiera sé si voy con seguridad.
—Eso da igual, Eladio. Si te quieres quedar allí para siempre, te quedas. Al fin y al cabo, la casa es mía. Como si le faltaran casas a este... Espera, que lo voy a llamar para avisarlo...
Antes de que Monroy pudiera decir nada más, ya había marcado el número. Tras un instante, alguien contestó al otro lado de la línea.
—¿Carmita? ¿Qué pasó, querida...? Bien, bien... Todos bien... Oye, ¿está tu marido? Pónmelo, anda... —mientras esperaba, Paco Nieves sonrió a Monroy y le guiñó un ojo—. Blas... Sí, estaba buenísimo... Le faltaba un poco de sal, pero a tu madre le gusta más así, qué le vamos a hacer. Oye, una cosita, ¿tú vas a estar esta tarde en la ferretería de León y Castillo...? Ah, vale... Va a pasar por ahí Eladio Monroy a buscar las llaves de la casa de Teror... ¿Cómo que qué casa? ¿Cuál va a ser, zarandajo...? La necesita durante un tiempo... Eso me da igual... Que te estoy diciendo que me da igual... Le debemos unos cuantos favores... Tú también, aunque no lo sepas... Además, ¿de quién coño es la casa? ¿Tuya o mía...? Cuando yo me muera haces lo que te salga de los huevos, y tranquilo que me queda poco, pero por ahora te jodes y le das las llaves... No lo sé... Como si se la queda para él. Eso no es asunto tuyo... Y, además, mira, te voy a decir una cosa: esta tarde, cuando cierres, te vienes para acá, que vamos a hablar tú y yo... Bueno, se pasa luego por ahí. Hasta luego, mi hijo.
Y colgó. Monroy dijo entonces lo que llevaba rato queriendo decir.
—Joder, Paco, me podía haber ido a la de Maspalomas... No te quiero crear un problema con tu hijo...
—Mira, lo justo es lo justo. Y, además, a mí, mi hijo me tiene que obedecer porque sigue siendo mi hijo y porque todo sigue estando a mi nombre y al de Sarito. Y donde hay capitán no manda marinero. Y tú eras marinero. Así que ya sabes que aquí se hacen las cosas como yo diga y punto. Y esto va por ti también —le soltó el viejo, medio asfixiado.
En ese momento regresó Sarito con el café.
—¿Ya se están peleando otra vez? —Preguntó dejando la bandeja sobre la mesa.
—¿Y a usted qué le importa, señora? Métase en sus asuntos —dijo Paco.
Sarito rodeó la mesa, llegó hasta su marido, le agarró fuertemente la cabeza con ambas manos y le depositó un sonoro beso en la frente.
—¡Ay, mi calentón! ¡Que está todo el día enfofernado!
Monroy rompió a reír. Paco, agobiado por el zarandeo mimoso al que le sometía su mujer, protestaba.
—Sí, tú ríete, cabrón... Si la tuvieras que aguantar todo el día. Suéltame, mujer, que no soy un muñeco... ¡Que me sueltes, coño!
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