A las nueve y veinte llamaron a la puerta. Era Fabiani. Cruzó el umbral con timidez, olfateando el aire.
-Buenas noches, comisario, esto es para usted -dijo, ofreciéndole un paquete con un lazo.
-No tenía por qué hacerlo.
-No es nada.
Fabiani se quitó el abrigo y con manos un poco temblorosas lo puso en el colgador. Bordelli abrió enseguida el regalo. Era el nuevo libro de Primo Levi, La Tregua.
-Me ha leído el pensamiento -dijo Bordelli.
Al acabar la guerra había comprado el primero y al leerlo se había quedado impresionado. Le dió las gracias a Fabiani y le acompañó a la sala. El televisor había perdido la sintonía y crujía. Bordelli lo apagó. Fabiani observó la mesa e hizo un gesto de admiración. Entró Ennio con la quesera y la colocó en la mesa. Fabiani le tendió la mano.
-No le conviene, huele a cebolla -dijo Ennio, limpiándose las manos en el delantal. El comisario miró la hora y en aquel momento llamaron al timbre. Eran las nueve y veintiséis, no podía ser Diotivede. Él llegaría a las nueve y media, tal como habían acordado.
-Vuelvo a la cocina -dijo Ennio, y salió apresuradamente de la habitación.
Bordelli fue a abrir. Era Dante, con un puro apagado en la boca. Parecía más alto y fuerte que de costumbre. Sacó del bolsillo un paquete envuelto de cualquier manera, del tamaño de una pastilla de jabón.
-Esto es un regalo para usted, pero si me permite lo abriré después de cenar -dijo, guardándolo de nuevo en el bolsillo.
-Como quiera.
Fueron a la sala. Dante y Fabiani se saludaron y el inventor empezó enseguida a explicarle cómo se hacía para bloquear el contador de la electricidad. Recientemente había inventado un método muy fácil y seguro y estaba difundiendo la noticia. Dijo que la corriente eléctrica era ya desde hacía décadas una cosa indispensable y qué por lo tanto costaba demasiado. Defenderse era un derecho.
A las nueve y media sonó el timbre y Bordelli fue a abrir a Diotivede. Le esperó en el umbral, escuchando sus pasos regulares subiendo los peldaños. El médico llegó arriba sin el menor cansancio. Iba muy elegante, con un traje gris claro. Setenta y dos años, pensó Bordelli.
-Hola, comisario -dijo Diotivede, con su acostumbrada expresión enojada. Olfateó el aire que olía a cebolla y esbozó una especie de sonrisa. También él tenía un regalito para Bordelli. Se lo entregó con la expresión de alguien que por fin se libera de algo. Bordelli lo desenvolvió, era una concha fósil.
-No la he comprado, la tenía en casa -dijo el médico.
-Qué delicada -dijo Bordelli.
-Espero que no la utilices para apagar tus colillas apestosas -dijo Diotivede serio, colgando el abrigo.
-Vamos a cenar -dijo Bordelli.
La voz baja de Dante llegaba hasta la entrada. Fueron a la sala y el comisario colocó la concha sobre el televisor.
Después de estrecharse la mano se sentaron todos a la mesa. El Botta había dispuesto la iluminación y estaba verificando el resultado. El mantel blanco estaba inundado por una luz suave y en un rincón había una lámpara que servía para dar profundidad a la habitación. El resto estaba en la penumbra... sí, funcionaba.
Diotivede observaba la mesa y detrás de sus lentes redondas sus ojos brillaban llenos de curiosidad. Fabiani miraba fijamente el horizonte invisible. Ennio cogió la primera botella, quitó la página del periódico que la cubría y mostró la etiqueta: 'Saint-Emilion del 58'. Después sirvió el vino a todos.
-Doy las gracias a Dios por esta cena francesa -dijo Dante, proponiendo un brindis. Entrechocaron las copas y bebieron un sorbo. Después el comisario le preguntó al Botta los nombres de todos los platos que iban a comer. Ennio estaba encantado, se puso de pie y presentó el menú en la lengua original.
-Paté de fuá, volován defridemer, supañolón, dendomarrón. Y para el vino tenemos tres añadas de Sentemilión. El postre os lo diré después... ¡Eualá!
-Aparte de tu francés, parece una cosa seria -dijo Bordelli y, a escondidas, se aflojó el cinturón.
El Botta sirvió los entremeses y todos empezaron a comer en perfecto silencio, salvo Dante, que era capaz de seguir hablando mientras tragaba. Al beber el Saint-Emilion, Fabiani enarcaba las cejas de placer. Poco después, del paté de foie no quedaba ni rastro en los platos y cuando el último vol-au-vent desapareció de la fuente, Dante propuso un aplauso para el cocinero. Huyendo de aquella situación embarazosa, el Botta se levantó, quitó los platos sucios y se fue a la cocina a buscar la famosa sopa de cebolla.
La atmósfera se hacía cada vez más distendida y la cena prosiguió con mucho vino y sin corbatas. Bordelli se aflojó de nuevo el cinturón. Diotivede estaba muy contento con la sopa y no rechazó un segundo plato ni siquiera un tercero.
-¿Le ha gustado? -preguntó Ennio, deseoso de más cumplidos.
-Magnífica -dijo el médico, secando con la servilleta los cristales empañados.
Bordelli lo miró asombrado.
-Diotivede, ¿qué te sucede? Es la primera vez que te oigo decir 'magnífico' y no estás hablando de cadáveres.
-Aunque no se note, me has hecho gracia, te lo aseguro -dijo el médico, serio.
Llegaron los demás platos, a cuál mejor. Empezaron la tercera botella y Bordelli propuso un bridis por todos los años que el Botta había pasado en las 'escuelas de hostelería' de medio mundo. Dante se levantó y fue a darle un beso en la cabeza al cocinero. Ennio le quitaba importancia a su éxito diciendo que en el fondo todo aquello no tenía misterio, pero se notaba que mentía.
Al final de la cena, todos estaban un poco alegres por el vino. El volumen de las voces había aumentado. El mantel estaba lleno de manchas y de migas. Había habido brindis de varios tipos, por la vida, por el psicoanálisis, por las cárceles de todo el mundo, por las mujeres...
Ennio cambió las copas y llevó a la mesa dos botellas de Sauternes. Después salió apresuradamente de la sala, regresando con una cúpula de bizcochos bañados con una crema blanca, estriada de chocolate.
-Charló o chocolá -dijo, y llenó los platitos.
Todos empezaron a comer, gimiendo de placer. La crema se deshacía en la boca y dejaba en la lengua sabores que probablemente eran beneficiosos también para el espíritu.
-Ennio, das asco -dijo Bordelli.
Sobre el Sauternes no hacía falta decir nada, pero por desgracia se acabó enseguida. Las botellas vacías - los cadáveres, como las llamaba el Botta- desaparecieron y en su lugar llegó el calvados. Ennio era el que estaba más ebrio, pero se controlaba bastante bien.
-En París lo llaman calvá, he comprado dos -dijo.
Brindaron en silencioo y luego Dante pidió un poco de atención. Sacó del bolsillo el regalo para Bordelli, lo desenvolvió y lo dejó en medio de la mesa.
-Adivinen qué es -dijo.
Le dió un par de vueltas para que todos lo viesen bien. Después encendió el puro y se dejó caer contra el respaldo, haciéndolo crujir. Los otros cuatro se pusieron a observar aquella extraña cosa. Era un objeto de madera grande como media pastilla de javon 'Sole', encima tenía dos cavidades en forma de medio huevo y a un lado dos agujeros por los que se veían unos espejitos.
-Pues... -dijo Ennio.
-¿Una huevera? -probó Bordelli.
Dante negó con la cabeza.
- Unos prismáticos -dijo Fabiani.
Pero el inventor volvió a negar con la cabeza. Diotivede no decía nada, pero se notaba que estaba reflexionando.
-Un aparato para mirar debajo del agua -dijo el Botta, sin mucha convicción.
-Estáis muy lejos. Os ayudaré, lo he bautizado con el nombre de 'el infalible' -dijo Dante, sacudiendo la ceniza del cigarro.
Se quedaron todos en silencio un rato, mirando aquella cajita de madera con agujeros.
-Yo me rindo -dijo Bordelli.
-Yo también -dijo el Botta.
El psicoanalista aceptó también la rendición. Dante sopló el humo hacia arriba y se rió.
-Bien, os lo diré. Es un...
-Espere -dijo Diotivede.
-No me digas que lo has adivinado -dijo Bordelli.
El médico vació la copa y la dejó sobre la mesa.
-Sirve para saber si los huevos son frescos -dijo.
Dante se puso a reír, le aplaudió y explicó a los ignorantes cómo funcionaba. (Págs. 321-325)
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