martes, 25 de marzo de 2014

Las normas de la casa - Jodi Picoult


THEO 

Me han tenido que dar veinticuatro puntos de sutura en la cara gracias a mi hermano. Diez de ellos me dejaron una cicatriz que me atraviesa la ceja izquierda después de la vez que Jacob tirase mi trona cuando yo tenía ocho meses. Los otros catorce me los dieron en la barbilla, en las Navidades de 2003, cuando me emocioné tanto con alguna tontería de regalo que arrugué el envoltorio y Jacob se puso hecho una furia con el ruido. Sin embargo, el motivo de que te cuente esto no tiene nada que ver con mi hermano. Es porque mi madre te dirá que Jacob no es violento, y yo soy la prueba viviente de que se engaña a sí misma.

Se supone que debo hacer excepciones por Jacob, una de nuestras normas de la casa no escritas. Por eso, cuando tenemos que desviarnos para evitar una señal de desvío (qué irónico, ¿no?) porque es de color naranja y a Jacob le pone de los nervios, eso está por encima del hecho de que yo vaya a llegar diez minutos tarde a clase. Y él siempre se ducha el primero porque hace mil años, cuando yo no era más que un bebé, Jacob se dio su primera ducha antes que yo, y le supera que le trastoquen su rutina. Y cuando cumplí los quince y pedí hora para sacarme el permiso de aprendizaje en la oficina de tráfico —cita que se canceló cuando a Jacob le dio un ataque por la compra de un par de zapatillas nuevas—, se esperaba de mí que entendiese que estas cosas pasan. El problema es que las tres veces que intenté que mi madre me llevase a la oficina de tráfico pasó algo y, al final, dejé de pedirlo. A este paso, seguiré moviéndome en skate hasta los treinta.

Una vez, cuando éramos pequeños, Jacob y yo estábamos jugando con una barca hinchable en un estanque cerca de casa. Me tocaba a mí cuidar de Jacob, aunque él era tres años mayor y había recibido tantas clases de natación como yo. Volcamos la barca y salimos nadando a la superficie justo debajo de ella, un espacio muy agobiante y cargado de humedad. Jacob se puso a hablar de dinosaurios, el tema por el que le había dado en aquella época, y no se callaba. De repente, me empezó a entrar el pánico, Jacob estaba consumiendo todo el oxígeno que había en aquel espacio tan reducido. Empujé el bote en un intento de quitárnoslo de encima, pero el plástico había creado algún tipo de efecto de vacío con la superficie del agua, lo que solo consiguió que sintiese más pánico aún. Claro que sí, que ahora y visto desde aquí, podría haber salido nadando por debajo de la barca, pero en aquel momento no se me ocurrió. Lo único que había en aquel instante para mí era que no podía respirar. Cuando la gente me pregunta qué se siente al crecer con un hermano que sufre asperger, eso es lo que siempre me viene a la cabeza, aunque la respuesta que doy en voz alta es que nunca he conocido algo diferente.

No soy un santo. Hay veces que hago cosas para volver loco a Jacob, porque no veas lo fácil que es, como cuando me metí en su armario y le revolví toda la ropa. O cuando le escondí el tapón de la pasta de dientes para que no se lo pudiese volver a poner al tubo cuando terminase de lavárselos. Pero entonces acabo sintiéndome mal por mi madre, que suele llevarse la peor parte de las crisis de Jacob. Hay veces que la oigo llorar, cuando cree que Jacob y yo estamos dormidos. Entonces me acuerdo de que tampoco ella eligió esta vida.

Así que me dedico a intervenir. Soy yo quien aparta físicamente a Jacob de una conversación cuando empieza a rallar a la gente por ser demasiado intenso. Soy yo quien le dice que pare quieto cuando se pone nervioso en el autobús, porque eso le hace parecer un verdadero chiflado. Soy yo quien va a las clases de Jacob antes de ir a las mías solo para contarle al profesor que Jacob ha tenido una mañana complicada porque no nos dimos cuenta de que se nos había acabado la leche de soja. En otras palabras, yo hago de hermano mayor aunque no lo soy. Y en esos ratos en que pienso que no es justo, cuando me hierve la sangre, me quito de en medio. Y si mi cuarto no está lo bastante lejos, me subo en mi tabla y me doy una vuelta por ahí, por cualquier parte que no sea el sitio donde se supone que está mi hogar.

Y eso hago esta tarde, después de que mi hermano haya decidido convertirme en el asesino de su escenario del crimen de mentira. Te seré sincero: no se trató del hecho de que cogiese las zapatillas sin preguntarme, ni tampoco siquiera que pillase pelo de mi cepillo (que, francamente, da escalofríos en plan El silencio de los corderos). Fue que, cuando vi a Jacob en la cocina con la sangre de sirope de maíz, la herida de pega en la cabeza, y que todas las pruebas apuntaban hacia mí, durante medio segundo pensé: «Ojalá».

Pero no se me permite decir que mi vida resultaría más sencilla sin Jacob. Ni siquiera se me permite pensarlo. Es otra de esas normas no escritas de la casa. Así que pillo mi abrigo y me voy hacia el sur, aunque ahí fuera haga siete bajo cero y sienta como si el aire me cortase la cara. Hago una parada breve en las pistas de skate, el único sitio en esta ciudad de los huevos donde la policía te deja siquiera patinar ya, aunque no se pueda hacer absolutamente nada en invierno, que es algo así como nueve meses al año en Townsend, Vermont.

Anoche nevó, unos cinco centímetros, y cuando llego allí hay un chaval con una tabla de snowskate que intenta hacer un ollie por las escaleras. Un amigo lleva un móvil y graba el truco. Los reconozco del instituto, pero no van a mis clases. Yo soy como una especie de antiskater: doy todas las asignaturas en el programa de bachillerato avanzado y tengo una media de notable. Eso, por supuesto, me convierte en un empollón entre los skaters, exactamente igual que mi forma de vestir y que me guste el skate me convierte en un colgao para los que sacan buenas notas.

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