Me despertó el sol, abrasándome el pecho. Las ventanillas del Ford Fecal estaban cerradas a cal y canto, me faltaba el aire. El olor a mierda se sumaba el del cigarrillo que Andrity estaba fumando; al contratar sus servicios, se me había olvidado perguntarle si tenía aire acondicionado. Jadeé y resoplé ostensiblemente, pero Andrity no estaba por la labor de hacerme caso, o bien no captó la indirecta; su rostro enfurruñado no daba demasiadas pistas.
-¿Podríamos abrir un poco la ventanilla? -pregunté al fin en un tono deliberadamente sumiso, no fuera a sentirse ofendido.
Sin articular palabra, presionó un botón y la ventanilla de mi lado bajó hasta la mitad.
Sin que viniera a demasiado a cuento, le expliqué que llevaba sangre ucraniana en las venas, como si el hecho de pertenecer en parte al mismo pueblo me hiciera acreedor de más aire. Pero Andrity volvió a apretar aquel botón y la luna subió hasta dejar una rendija de cerca de un centímetro. Sin embargo, seguí adelante. Le hablé de los primos que tenía en Bosnia, Inglaterra, Francia, Australia, Canadá, de mi vida en América, donde había montones de bosnios y ucranianos. Le hablé de las iglesias, charcuterías y cooperativas financieras de los ucranianos de Chicago, en la parte de la ciudad conocida como Aldea Ucraniana. Mi interlocutor aguzó el oído.
-¿Hay trabajo? -preguntó.
-Siempre hay trabajo si quieres trabajar -contesté. Le dije que, al poco de llegar, había trabajado como mamarero en el Centro Cultural Ucraniano; que me había dedicado a actualizar la base de datos de un agente inmobiliario; que había impartido clases de inglés. Le aseguré que era muy fácil ganar dinero en América. Quería que pensara que mi vida en Estados Unidos era fruto del trabajo duro y no de una lamentable mezcla de suerte y desesperación.
Era evidente que Andrity imaginaba su hipotética vida en América: se veía a sí mismo trabajando, ganando y ahorrando dinero, comprándose una casa. Las comisuras de su boca temblaron, apuntando una sonrisa.
-¿Hay mujeres con las que casarse? -preguntó.
-Muchas -contesté-. Mi mujer es americana.
Americana hasta la médula. Me llevaba a los partidos de beisbol y apoyaba el corazón para cantar el himno nacional mientras yo permacecía a su lado, tarareando la melodía. Utilizaba la primera persona del plural patrio cuando hablaba de los Estados Unidos: 'Nunca debimos meternos en Iraq -solía decir-. Somos un país de inmigrantes'. No era raro que se le antojara una hamburguesa con queso. Al cumplir los dieciséis años, George y Rachel le habían regalado un coche. Su rostro franco y jovial siempre me recordaba al inabarcable cielo del Medio Oeste. Tenía por costumbre tratar a los demás con amabilidad y daba por sentado que sus intenciones eran buenas; sonreía a los extraños, le importaba lo que puedieran pensar y sentir. Era vergonzosa; soñaba con aprender una lengua extranjera; quería aportar su granito de arena para cambiar el mundo.
-Lo que no falta allá son buenas mujeres -añadí. Con una sonrisa de oreja a oreja, Andrity imaginaba una sana y fecunda mujer americana. Luego preguntó con tono sombrío:
-¿Y los problemas?
-¿Qué problemas?
-Si tienes una familia y un hogar, deseas protegerlos. Pero este mundo se ha vuelto loco. Homosexuales, terroristas musulmanes desquiciados, problemas.
En un intento desesperado por escapar de aquel diálogo, me volví hacia Rora y pregunté:
-¿Estás durmiendo?
-Te estoy escuchando -contestó Rora.-Dentro de una semana ya podré expresarme en ucraniano, pero a lo mejor deberías informarle cuanto antes de que yo soy un problema musulmán. (Págs. 139-141)
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