Pero cuando se cernieron las fiestas inevitables, Antonio Ferrer había trasladado La Odisea a un castillo de Orriols en Gerona, y la obsesión por cómo cumplir el expediente de la liturgia de la felicidad cebada se alternaba con la angustia por no saber estar a la bajura de su circunstancia. Entre comer fuera de casa y refugiarse en ella acompañado de una botella de knockando Gran Reserva y un bocadillo de mejillones en escabeche de lata, quedaba el recurso de cocinar para sí mismo, como una Babette que naufraga en una isla desierta. Rechazó la propuesta de Fuster de sumarse a un festín familiar en su pueblo, Villores, temeroso de ir de puntillas, como un intruso en el ritual añejo de una familia grande y antigua abocada a los recuerdos digestivos, a esas melancolías húmedas que suceden a las saciedades absolutas, y por todo ello se empujó a sí mismo a meterse en el mercado de la Boquería a comprar mecánicamente un menú mestizo que le dictaba implacable la memoria: aceitunas rellenas, bacalao remojado, ñoras, un pavo, jamón, salchichas, ciruelas confitadas, orejones, piñones, desguace de una receta que tenía completa en algún rincón de su cerebro. Luego recurrió a la turronería del pastelero chocolatero escultor Capdevila, comprobó que le quedaban algunas botellas de Gramona Brut Nature en su bodega excavada bajo el jardín de Vallvidrera. Decidió no hacer la escudella y "carn d'olla" porque cualquier "pot au feu" está reñido con la desolación de la comida sin compañía. Contemplaba una y otra vez todas aquellas naturalezas muertas en el nicho del frigorífico, como si repasara los ahorros de la nostagia y acariciara con la mirada los materiales de una construccción rigurosamente conmemorativa. Pero en la trastienda de su conciencia, la evidencia de que se había roto la familia artificial que había acumulado recogiéndola de los containers humanos de Barcelona, le enfrentaba a una premonición de su propia muerte.
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