*** Sombra de Oro ***
- Ese chiquillo tiene algo.
- ¿Quién, Último?
- Sí.
- No tiene nada.
- Sí, tiene algo.
- Sí.
- No tiene nada.
- Sí, tiene algo.
Libero Perri levantó los ojos hacia el cielo, incómodo, como alguien al que han pillado haciendo trampas con las cartas.
- No tiene nada, lo único es que... Es que tiene la sombra de oro, eso es todo.
- ¿Y eso qué quiere decir?
- No sé..., son distintos, y la gente los reconoce. A la gente le gustan los que tienen la sombra de oro.
El conde no parecía muy convencido. Libero Parri aventuró una explicación.
- Es que él ya se ha muerto un par o tres de veces... Cuando era pequeño, siempre lo daban por difunto, pero él siempre se salía bien del paso. Quién sabe, a lo mejor son cosas que te cambian.
Al conde d'Ambrosio le vino a la cabeza la única mujer a la que había amado más que al tenis y que a los automóviles. Cuando uno entraba en una habitación llena de gente, podía sentir si ella estaba allí sin que fuera necesario verla o saber que se había quedado en casa. Y en el teatro no era necesario buscarla: era lo primero que veían sus ojos. No es que fuera muy hermosa. Y hasta era difícil averiguar si era de verdad, inteligente. Pero la luz estaba donde ella estuviera, y ella era el cuadro. Tenía sombra de oro, comprendió.
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